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Esta investigación nace en un terreno de inconformidades: primero por la difusión de una forma simplificada de entender la comunicación humana, segundo por el protagonismo que reciben los medios masivos de comunicación en los estudios sociales, y tercero por la predominancia de la cifra sobre el individuo.

 

A esto debo sumar algunos motores silenciosos que han determinado mi camino académico: las pocas oportunidades para las mayorías en las que nací, la inequidad social presente en todos los niveles educativos, el silencio al que somos confinados los del lado angosto del embudo, y mi ilusión de hacer algo que mejore la calidad de vida de alguien.

 

Además, ante un tsunami de estudios críticos sobre el discurso mediático, y la euforia de mis colegas por desenmascarar la pantalla chica, la prensa, la red, los smartphone, la publicidad y los lenguajes de programación, encontré cómplices que todavía se maravillan con el arte simple de la conversación, la risa entre amigos y el silencio hecho por los nudos en la garganta.

 

Mi interés por pensar el fenómeno comunicativo nació cuando los medios se apoderaron del término comunicación. A tal punto que “estudiar comunicación” se volvió sinónimo de volverse productor audiovisual, periodista, programador web, diseñador, ilustrador, publicista, etc. Y el protagonismo de los “estudios sobre la comunicación” (la comunicología) se lo llevaron el análisis crítico del discurso mediático, el análisis multimodal, las representaciones sociales, los estudios culturales, la semiótica de todo lo que se mueva, etc. Y se dio por solucionada la interrogante sobre la comunicación más básica.

 

Ahora, desde el punto de vista académico-teórico, mi trasegar en este campo comenzó cuando me dijeron, hace años, que la comunicación consistía en la transmisión de un mensaje desde un emisor hasta un receptor, a través de un canal, en un código específico, y con la posibilidad de una retroalimentación. Pues, hoy creo que empezamos mal. De entrada dejaron por fuera a los seres humanos (seres vivos, en general) de tan bonito fenómeno. Seguramente Shannon & Weaver (1949) se habrían ganado muchos like en Facebook por su modelo matemático para explicar la comunicación (o la transmisión de información); pero cuando se usa este modelo para explicar la comunicación en las facultades de comunicación social, se pierde el aspecto social.

 

Luego, desde la lingüística, reflexionamos sobre los procesos cognitivos subyacentes a la comprensión y producción del lenguaje; la ontogénesis y filogénesis del lenguaje; los niveles de la lengua; los factores sociohistóricos que determinan el lenguaje y la comunicación; y la inevitable entropía existente entre la concepción de una idea, su elaboración lingüística, su articulación fonética, su proferencia, y el proceso de percepción y comprensión del otro. El panorama mejoró pero no se completó el rompecabezas. Aquí incluimos al ser humano, y exploramos el lenguaje y la comunicación a lo largo y ancho de las ciencias sociales, cognitivas y hasta médicas.

 

Sin embargo, la noción de la comunicación como constructora de mundos posibles fue apenas vista a lo lejos. Allá en las tierras de la filosofía, en el giro lingüístico con Wittgenstein (1953) y/o Rorty (1967), en la reflexión sobre cómo hacer cosas con palabras de Austin (1962) y sobre los actos de habla de Searle (1976); sin invitar a la mesa a personajes tan interesantes como Walter Benjamin, Baruch de Spinoza o el mismo San Agustín.

 

Así que empecé por preguntarme ¿Qué tipo de comunicación predomina en la educación media? Y ¿cuál es el impacto de esta comunicación en la formación de los estudiantes? Desde el principio supe que no me interesaban los medios tecnológicos que intervienen en las relaciones sociales, ni tampoco la voz de las mayorías: medios masivos, instituciones, etc. Mi interés ha estado siempre en el carácter más humano de la comunicación: las pasiones.

 

Luego de una reflexión constante sobre los fenómenos del lenguaje, la comunicación, el aprendizaje y las prácticas educativas, considero que el éxito (académico y social) en educación básica y media depende, en gran medida, del tipo de comunicación existente en las instituciones. Allí, ésta se entiende como un fenómeno sobre el que no debe haber una reflexión, planeación ni control; razón por la cual, nuestra educación navega en busca de la isla fantasma de la excelencia académica, mientras sacrifica a sus tripulantes como ofrendas para llegar.

 

Parto de una convicción: la ausencia de un modelo comunicativo institucional permite prácticas comunicativas impositivas y totalitarias, que desconocen la voz de los estudiantes. Y las consecuencias evidentes de tales prácticas son el bajo rendimiento académico, la inconformidad de los estudiantes con respecto a su institución y la decepción constante del cuerpo docente.

 

Mi interés sobre este tema fue creciendo paulatinamente durante mi vida académica y laboral. En un primer momento, estudié comunicación (era un programa académico enfocado a la transmisión de información a través de medios masivos), y durante mi proceso formativo, empecé a realizar talleres de lectura con chicos de secundaria. Mi interés en la comunicación social radicaba en los discursos de poder que se tejían a través de los medios, y la invisivilización de ciertos sectores sociales.

 

Si bien mi trabajo en medios siempre estuvo encaminado a generar espacios para la equidad social, muy pronto descubrí que las dinámicas económicas y políticas coartaban las producciones mediáticas. Por esta razón, desistí de usar los medios masivos como herramientas de cambio; y encontré, en el aula de clase, un espacio para construir sociedad.

 

Así pues, una vez terminé mis estudios en comunicación, me interesé por el estudio del lenguaje, el análisis crítico del discurso mediático y la educación como motor de cambio social. Desde entonces, dediqué mi tiempo a reflexionar, en el aula y acompañado por estudiantes de bachillerato, sobre el rol del estudiante en su formación académica, el papel de la institución y la responsabilidad de la familia; siempre, partiendo desde los estudios del lenguaje.

 

Sobre el final de mi carrera, tuve la oportunidad de trabajar con un grupo considerable de estudiantes en el aprendizaje de una lengua extranjera. Y allí, valiéndonos de mil herramientas, descubrimos el agua tibia: el protagonista del aprendizaje es el aprendiente (ya no estudiante ni alumno, y mucho menos el profesor), el interés es el motor del aprendizaje, el contexto lo potencia y la comunicación lo determina.

 

Para ese momento, estaba convencido de que el cambio social que tanto anhelaba no se conseguía de manera masiva, sino individual, gracias al contacto en el aula de clase. Y presentía que esa experiencia académica en la universidad podría emularse en la educación media, y el resultado (académico y social) en tal nivel educativo sería mejor que el obtenido hasta ahora (no muy bueno de acuerdo con los resultados de las pruebas internacionales).

 

Así que decidí materializar mi intuición con el apoyo teórico que me brindaría una Maestría en Comunicación (y Medios, aunque no eran mi objeto de estudio). No me equivoqué: entre las múltiples voces que hablan de comunicación, encontré una perspectiva con asidero en la filosofía que pensaba en el individuo y no en las masas, en el impacto (o afectación) más que en el éxito comunicativo.

 

Y luego de atar cabos durante algunos semestres, cerré el círculo que había empezado 12 años atrás: la educación es el camino para el cambio social, sin embargo, el modelo educativo actual no contempla la comunicación como un factor relevante en el proceso formativo. Esto sucede debido a que las instituciones de educación media juegan un doble papel (formación integral vs pruebas de estado), y la balanza siempre se inclina hacia la formación académica, en detrimento de la formación ética, social, psicológica, volitiva, etc. del estudiante. En consecuencia, los jóvenes están socialmente desamparados en la etapa más importante de la formación de su personalidad, razón de peso para desinteresarse por las exigencias cognitivas diarias del colegio.

Ahora, mientras avanzaba en mis estudios sobre la comunicación y el lenguaje, trataba de buscar respuestas a los fenómenos comunicativos y académicos que vivía en las instituciones que visitaba.

 

El panorama no era muy diferente entre instituciones, independiente del estrato social, la ubicación geográfica o el año en el que los visitaba (los fenómenos variaron muy poco durante una década). Los actores de las instituciones jugaban un rol muy semejante en todas ellas, y siempre era posible identificar los diferentes tipos de directivos, profesores y estudiantes con los que me encontraba.

 

Generalizando un poco, y sin ánimo de desconocer los grandes esfuerzos de muchos gestores educativos, me gustaría hacer una breve descripción de los actores (actantes, sería más correcto) de la educación media, a la luz de mi transitar en este campo.

 

Entre directivos, predomina la figura paternalista: estricto pero sin perder su fría amabilidad. Los directivos suelen ser cordiales con los profesores, estudiantes, padres de familia y entorno en general; pero tras tal cordialidad siempre hay frialdad, mano dura, exigencia y muy poca tolerancia.

 

Dada la autoridad que revisten y las jerarquías de cada institución, la comunicación con los directivos carece de espontaneidad y sinceridad. Hay un trato formal que pocas veces llega a ser considerado una amistad. Se impone la investidura de poder, casi como un escudo en el que se estrella todo intento de cercanía. Es difícil encontrar instituciones en las que la sonrisa de las directivas sea bien recibida por la comunidad educativa.

 

Reitero, esta descripción es general, injusta, y sólo busca ser una caricatura de la imagen que tenía de las instituciones al momento de iniciar mi investigación.

 

Con respecto a los profesores, podríamos hacer todo tipo de clasificación. Una podría corresponder a la división etaria: el grupo de los profesores mayores de 45 años, que llevan casi 20 en la docencia, pero cuya pensión aún está lejos. Este grupo de profesores, por lo general, no es muy amigo de los cambios, concibe una forma de educación estricta, que argumenta como el más amoroso de los padres, pero que ejecuta como el más intransigente de los militares. Ellos, con el respaldo de su vasta experiencia, ven con recelo las propuestas de los profesores jóvenes, las tildan de utópicas y coinciden en que la experiencia les mostrará a los novatos que la realidad educativa es diferente.

 

Por otra parte, está el grupo de los recién egresados, armados de teorías, con el diploma tan caliente como su sangre, y energía desbordante para lograr lo que los profesores mayores no lograron. Seguramente yo estoy en ese grupo, por eso escribo este texto. El grupo de profesores jóvenes inyectan vitalidad a la institución, proponen actividades diferentes y no dudan en utilizar su tiempo libre en pro del estudiante. Ellos son el rostro de la innovación, de la revolución y del cambio.

 

Por supuesto, tal categorización es una de tantas posibles. A nadie debe sorprender un profesor muy mayor rebosante de energía, ni uno joven “chapado a la antigua”.

 

En cuanto a los estudiantes, las dinámicas de grupo no cambian mucho con los años. Independientemente del estrato social o la ubicación geográfica, es posible identificar, en cada grupo, a los estudiantes que asumen los roles necesarios para mantener el equilibrio social: el líder, el estudioso,  el vago, el burlón, el desadaptado, el violento, la princesa, el deportista, el revolucionario, el incomprendido, el accidentado, el hablador, el tímido, el suertudo, etc.

 

Todos ellos orientan sus actos con base en la tendencia del grupo. Hay una búsqueda constante de aceptación, una búsqueda de un modelo a seguir o de una razón que les permita sobrellevar el día a día.

 

Los más aplicados siguen las instrucciones de sus profesores, y se limitan a cumplir con cada capricho; los menos aplicados buscan apoyo en su círculo social, el respeto de sus amigos y la admiración de unos cuantos; y el estudiante promedio, no está ni aquí ni allá, a veces del lado del profesor, a veces del lado del estudiante rebelde, a veces solo, a veces desamparado, a veces sin rumbo, a la espera de cualquier iluminación.

 

Y cada uno de ellos improvisa sus mejores herramientas para darle trámite a la avalancha de información y exigencias académicas diarias, sin entender muy bien por qué debe hacerlo, más allá de cumplir con las calificaciones con las que los profesores los agobian a diario.

 

En este frenesí evaluativo (tanto al interior de la institución como fuera de ésta), el cuerpo estudiantil apenas alcanza a sacar la cabeza del agua para respirar, tomar una bocanada de aire, y volver a sumergirse en obligaciones. Rara vez, alguno tiene la claridad para pedir una pausa, para hacerse oír, para exigir que alguien piense en lo que él quiere. Y así, entre tareas diarias, exámenes bimestrales y pruebas de estado, la etapa del colegio se va yendo, sin que los estudiantes tengan una certeza sobre lo que está pasando.

 

De esta manera, con sueños pedagógicos frustrados por las exigencias del sistema educativo, anhelos de transformación social apagados por la pasividad de los estudiantes y el desinterés de los padres, y con el conformismo homogeneizando todo, se dibuja la institución educativa promedio.

 

Con este panorama en mi cabeza y con una preocupación real por la situación de la educación media en el país, quise buscar respuestas desde la comunicación. Mi intuición me decía que el problema no podía estar en el aspecto cognitivo: las instituciones son dirigidas por personas sabias, los profesores están bien preparados y los estudiantes tienen todas las capacidades para responder a la exigencia académica.

 

La respuesta a los malos resultados académicos tenía que estar más allá de lo cognitivo, tal vez en el aspecto social o psicológico. Así que con mis herramientas teóricas desde la comunicación y el lenguaje, y respetando los campos que desconozco de las ciencias cognitivas, me propuse trabajar con un grupo de estudiantes de grado 11 durante un año; compartir con ellos, aprender con ellos. Quise que me contaran, con sus palabras y sus actos, por qué no tenían buenos resultados a pesar de que todas las condiciones estaban dadas, cómo era ser estudiante de educación media, y qué se podría mejorar, para que la época del colegio fuera más enriquecedora.

 

Para alcanzar este objetivo, consideré fundamental conocer las vivencias de los estudiantes y comprender el significado que dan a las mismas en su formación académica: ¿cómo construyen sus experiencias?

 

Finalmente, tomé la decisión de ir en busca de la comunicación, al mejor estilo de las gestas griegas; navegando entre los mass media y la comunicación organizacional como entre Escila y Caribdis, con la ilusión de llegar a la tierra prometida: la comunicación como afectación en el contexto escolar, recreada por sus protagonistas: los estudiantes.


 

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