Edson David
Rodríguez Uribe
Cursos de lectura en la U
Una de las preocupaciones generalizadas en educación superior en la última década es la imposibilidad de los estudiantes para comprender y producir textos en su área del saber: el fracaso académico, la deserción y la promoción de profesionales mediocres tiene como origen su incapacidad de interactuar con la comunidad académica en la que se inscriben.
“Los estudiantes no comprenden lo que leen y son incapaces de escribir textos con una mínima calidad”
La respuesta de la universidad fue incluir en sus programas cursos de Competencias Comunicativas, Comprensión y producción de textos, Lectura a través del currículo, Redacción de textos académicos, etc. Éstos se convirtieron en el “remedio” a la enfermedad. Sin embargo, el tiempo de trabajo, las obligaciones disciplinares y la poca importancia que se le daba a estos cursos, los convirtió en un espacio en el que los estudiantes solicitaban revisión de textos mal escritos para otras asignaturas, o bien en el recetario de la escritura académica: reseñas, resúmenes y malos ensayos.
El resultado es evidente: los cursos estorban, los estudiantes a duras penas aprenden a usar las tildes, a diferenciar el uso de una coma y de un punto y coma, a construir una oración completa, y a reconocer la estructura de las diferentes secuencias textuales (en el mejor de los casos). Pero cuando van a producir, su uso de conectores textuales es caótico, sus relaciones argumentales son improvisadas y su confusión crece: terminan el semestre convencidos de que escribieron un ensayo cuando apenas salpicaron un pobre número de falacias en una estructura argumentativa débil.
Por supuesto, hago una generalización pesimista e injusta; pero es que la frustración de los docentes de tales asignaturas es real: se convierten en los correctores de estilo de sus estudiantes, y terminan angustiados porque sus enseñanzas no se ven reflejadas en los trabajos finales; además, terminan siendo verdugos de los estudiantes que no fueron lo suficientemente obedientes como para satisfacer las exigencias del profesor.
Y con esto se reafirma la idea del recetario de escritura (de mala escritura). La idea subyacente que transmitimos a los estudiantes es que esa es la forma correcta de escribir, que deben usar conectores, palabras rimbombantes y formas preestablecidas para ser aceptados en una comunidad académica; y que sus ideas y preocupaciones más cotidianas deben dejarse en la puerta de la U, porque aquí sólo valen los discursos grandilocuentes expresados en estructuras argumentativas válidas.
Y desde mi eterna inconformidad, me pregunto ¿y qué pasa si escriben su historia de vida? ¿Qué pasa si reflexionan sobre el absurdo o el sinsentido? O, mejor aún ¿qué pasa si no escriben? Y en lugar de ello, juegan con el lenguaje audiovisual, con la corporeidad, con la música o con performances más cercanos a su propia historia.
Es natural que nuestra generación, y aquí me reconozco un poco mayor, tenga un vínculo poderoso con el papel, con la letra impresa, con las tardes de lectura silenciosa y la escritura pulida. Pero, la multimodalidad en la que crecieron estas nuevas generaciones alimentó sus sentidos de una forma diferente: piensan con imágenes, con movimientos, con la piel. Y considero un abuso obligarlos a inscribirse en una cultura letrada cerrada sólo porque nosotros fuimos criados en ella.
Los nuevos estudiantes leen y escriben textos no lingüísticos que llegan a un público más amplio, no sólo al egocéntrico mundo académico; los muchachos están en contacto con la comunidad, son comunidad y no abusan de ella como un investigador de sus informantes. Nuestros estudiantes, a sus 18 años, han viajado más que nosotros a nuestros 30, saben adaptarse a dinámicas sociales para nosotros inconcebibles y solucionan problemas que nosotros nunca tuvimos, por estar en nuestra burbuja letrada.
Somos nosotros los que tenemos que aprender de ellos. Y si algo podemos fomentar, a parte de la tan cacareada disciplina, es la construcción de una postura crítica argumentada ante la sociedad que nos rodea, que nos convoca. Si contamos con un espacio para interactuar con ellos, no podemos perder el tiempo en el recetario de mala escritura, debemos aprovecharlo para el análisis crítico de los fenómenos sociales que vemos a diario, que impactan nuestra realidad y que será su campo de batalla (el nuestro es el aula). La lectura y la escritura deben ser entendidas semióticamente, como la construcción social de significado que determina nuestras decisiones más básicas: ¿qué medio de transporte uso? ¿A quién elijo para que gobierne mi ciudad? ¿Cómo aprovecho mis oportunidades académicas y laborales?
Sólo entonces, llegaremos a fin de semestre con un bagaje de reflexiones construidas colectivamente que nos permitan transformarnos y transformar el mundo en el que vivimos, y no sólo con un listado de notas y un pequeño grupo de irresponsables implorando por décimas que nunca mereció.