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El último Rodríguez

El miedo original de José Arcadio y Úrsula era que sus hijos nacieran con cola de cerdo. Ese mito era bastante común en Macondo, y los primos recién casados esperaron más de un año para tener hijos por miedo a que se cumpliera la maldición.

 

Siete generaciones después, la maldición se cumplió. Los casi 50 integrantes de la familia vivieron vidas intensas y, en el ocaso de la familia, descifraron los pergaminos escritos por Melquiades: allí estaba el destino.

 

El último Buendía, que realmente era Babilonia, murió devorado por un ejército de hormigas, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

 

Un siglo de historias, medio centenar de vidas y el último de los Aurelianos murió sin saber nada de su propia historia ni de sí mismo.

 

Ya tendré oportunidad de contarles las historias de los Rodríguez, esas que salen naturalmente en cada reunión y que me habitan con tantos detalles que siento que estuve presente desde 1949, cuando se cruzaron las miradas de Luis y Dora, por primera vez.

 

A hoy, llevamos más de 70 años llenando el mundo con nuestra progenie y estamos cerca de los 150 integrantes (tres veces los Buendía). Nuestra matriarca se llama Dora, y le falta menos de una década para igualar la hazaña de Úrsula: cuidar a su familia durante todo un siglo.

 

Los Buendía perecieron. Estoy seguro de que los Rodríguez seguirán aumentando en número hasta ser una nación como la de Abraham: grande y fuerte.

 

Pero, si por alguna inexplicable razón, las nuevas generaciones decidieran dejar de reproducirse y, algun día, naciera el último Rodríguez: un varón sin cola de cerdo, estoy seguro de cómo sería en cada detalle de su existencia, hasta el más íntimo.

 

Sería lindo que se llamara Luis y que trabajara con sus manos. Sin duda, diría “pianito, mijito, pianito” cuando a alguien se le ocurriera pisar de más el acelerador de un carro; y rechistaría “ssshhhhiiitoooo, que van a empezar las noticias” ante el zumbido de una mosca.

 

Si sonara el teléfono, le diría al que estuviera más cerca “espachúrrele ahí” y cuando le hablaran de alguna oportunidad de la vida, respondería con mucho amor “pudiera ser que sí”.

 

Sería una combinación entre el enojo veloz y el amor infinito, y cuando le preguntaran por la marca de su carro, diría “vehículo, prefiero decirle vehículo”. Como buen amante de los animales, tendría cachorritas que sacaría a pasear a diario, diciéndoles amorosamente “¡salgan, perras!”, y cuando algo no saliera como lo tenía en mente, soltaría sin pensar un sonoro “¡joooooolines!”.

 

Sería un viajero incansable, y recorrería el mundo animado por frases como “no me importa ir al mismo lugar al que ya fui, lo que me importa es conocer lugares nuevos”; y cada vez que tuviera la oportunidad, le diría a algún familiar, amigo, compañero de trabajo o a cualquier desconocido “¿una cervecita o qué?”.

 

Tendría una alegría sólo comparable con su temperamento, y luego de cualquier genialidad, respondería a las miradas atónitas de los demás con un “¡es que a ustedes les falta la chispa latina!”. Con una sorpresa casi infantil, abriría grandes los ojos ante cualquier información, y luego diría “¡oh, yeah!”; y no dudo que si le pidieran muchas cosas, respondería con ímpetu “¿y entonces, todo yo?”.

 

Un tipo hermoso, de abrazos eternos y lágrimas sinceras. Se miraría al espejo cada mañana y diría “¿quién es el más lindo de todo el universo? Pues yo, obvio. Y ¿quién es el favorito de mi mamá? Pues yo, obvio”.

 

Reiría hasta llorar. También se enojaría hasta llorar. Guardaría amores y odios en su corazón durante una vida. Y siempre estaría dispuesto a servir, a ayudar, a dar la vida por las personas que ama.

 

Ante cualquier equivocación de los demás, respondería con voz imponente “ésta sí es que es mucha socotroca. Definitivamente sirve más un bolsillo en la espalda”. Cuando se viera sorprendido, mascullaría para sí mismo “me dejó hablando azul, sí”. Y ante un repentino ataque de rabia y, como último recurso antes de la agresión física, diría “no busque que le dé su coscorrazo”, que es un golpe que combina un coscorrón y un cocotazo; eso debe doler.

 

Con un par de cervezas encima, empezaría a hablar muy duro, a reír estruendósamente y a dejar salir una catarata de groserías que seguramente empezarían por “¡Ay, catrehi…!” y todo lo que se puedan imaginar, combinando los gritos, las risas y uno que otro pellizco a los que tuviera cerca.

 

Eso sí, sería un hábil cazador de animales feroces y asesinos como los ratones y las cucarachas. Siempre que la cucaracha no vuele. Sin que su actitud protectora y férrea, le impida estar “supteptible” de vez en cuando. Eso es como estar susceptible, pero peor. Eso sí tendría límites muy claros y cuando se sintiera atacado diría “¡conmigo, no!”.

 

“¡Ay yaaaaaaa!” sería su forma de hacerle entender a los demás que han ahondado de más en un tema poco agradable a sus oídos. Y ante cualquier gesto inapropiado en su contra, reaccionaría con un “¿cómo es que me está hablando? ¡Mucho cuidado con la ley!”.

 

Siempre tendría una sonrisa pícara y una mirada inquisidora. Estaría atento al más mínimo error en sus interlocutores para responder con un “¿un qué? perdón”, sólo para que el otro caiga una vez más en su error y él pueda reírse de manera burlona hasta que le doliera el estomago.

 

Estoy seguro de que en cualquier situación en la que otro deba hacer algo bajo presión, soltaría un “¡espere, espere, espere!” una milésima de segundo antes de que el otro ejecutara la acción. Las consecuencias serían evidentes: uno de ellos se equivocaría y el otro se moriría de la risa y diría “muy inocente, también”.

 

Ante cualquier error propio, se reiría con la inocencia de un niño y diría “¡ay, maaaaaaariachi loco!”; pero ante el error de otro, reaccionaría dándole patadas por debajo de la mesa o le diría “uy ¡pero es que me provoca darle!” después del error cometido.

 

Sería un obsesivo del orden y la limpieza. Amaría cocinar, bailaría delicioso e interpretaría instrumentos como los dioses. Sería un deportista talentoso, un agradable conversador y un artista capaz de convertir una plastilina en un águila en vuelo. Haría obras de arte con alambres, semillas, cordones, cuero y papel reciclado.

 

Sería bueno para los números y le encantarían los carros. Disfrutaría viajar en moto y sentarse en la orilla de la piscina a echarse agüita. Le tendría un poco de miedo a entrar de cabeza al mar, tal vez por alguna información genética que nunca podrá descifrar.

 

Comerá frijoladas como si hubieran sido servidas por los mismos dioses; pero también amará la comida mexicana e italiana. Beberá tinto de verano a diario y se tomará un aguardientico de vez en cuando. Se disfrutará un refajo, pero le dirá “relajo” sin saber por qué.

 

Cuando lo visiten en su casa, ofrecerá un tintico al incio, luego un poquito de sopa (de la que haya), seco suficiente para tres y rematará con una mazamorra (de sobremesa). En caso de que la visita deje un grano de arroz, aunque sea uno, dirá sin dudar “no comió nada ¿no le gustó?”. Y tan pronto le digan que sí, que estaba muy rico, soltará un “¿le sirvo otro poquito?”. La comida será su debilidad, enloquecerá por unos buñuelos y una natilla en navidad.

 

Sin importar la incredulidad de los niños de su época, se disfrazará de Papá Noel cada navidad y llevará regalos en bolsas negras. Entrará gritando “Jo jo jo, feliz navidad ¿sí se portaron bien este año?”. No dudo de que dejará caer algún regalo, seguramente algo de porcelana (y no lo pagará nunca).

 

Aunque se supone que no es de la casa, dirá cosas como “de papá Noel para la mogolla tiesa; de Papá Noel para Añejo; de Papá Noel para Auxxxxxxx” y muchísimos otros nombres indescifrables para cualquiera que no haya pasado algunos años allí. Hasta dirá “de Papá Noel para Patricia” y todos reíran porque nunca hubo, hay ni habrá ninguna Patricia, pero nadie dudará de la destinataría del regalo.

 

Cuando los jóvenes de la casa le presenten a sus novias adolescentes, él dirá con toda seriedad “Mijo, lo felicito, qué mujer tan guapa; señorita, a usted si no ¿qué le pasó? ¡Qué decisión tan mala!”. Y atacará a todas las recién llegadas con frases como “¿usted es Sandra o Ivonne? Con este muchacho uno ya no sabe, todos los fines de semana trae una diferente” o “Mijita, como puede ver somos hartos, y a las novias recién llegadas les toca lavar la loza del almuerzo. No se vaya a dejar echar tierra de la que trajo el joven la semana pasada”.

 

A la primera oportunidad, cambiará la sopa por plátano y tratará de robarle la carne a sus compañeros de mesa. Y cuando le pregunten si le gustó la sopa que no se tomó, dirá “es la sopa más rica que me he tomado hoy. Muchas gracias”. A las butacas, les dirá “putaquita”; y a todo instrumento de uso indescifrable le dirá “cosiánfiro”, lo señalará con los labios y dirá impaciente “míiiirelo ahí, pásemelo rápido… no no, el cosiánfiro ese. El de… ése ése”.

 

Si alguien llegara con pantalones a la moda, rotos por todas partes, diría cosas como “¿y por qué no le echa un puntico de esmalte para que no se le siga yendo?” o “¿Y le sale más barato comprarlo así con rotos que comprarlo completo?”.

 

Diestro jugador de brillar, tejo, rana y parqués; en este último juego, pagaría con las monedas de los demás para no acabar sus fondos, y tendría una batería de frases para cada situación: “uy ¡lo hizo toser!. Paguen, trenes, paguen. Jum, ¡no me lo escarache!. Y ¡se le manda ese animal!. Ay, pateperro, pague. Ven ven ven, ven a nuestras almas, Jesús ven ven, ven ven. Pastorcitos del monte, venid. Pastorcitos del valle, llegad. Ni mató, ni sacó, ni se aseguró, no hizo ni mierda agüelito. La cagasteis. Quedó torito. Al as perderás” y muchísimas, muchísimas más.

 

Tendrá una risa nasal que causará más risa que el mismo chiste, y al llegar a casa de trabajar, empezará a gritar desde la esquina de la cuadra “abran que me mie, abran, me estoy meando”. Pero donde sea otro el que se mie, le dirá “lo limpiará con la lengua porque yo acabo de trapear”.

 

Podría contarles sobre el último de los Rodríguez con detalles que no se alcanzan a imaginar, pero lo más importante es que a lo largo de su vida habrá acumulado un tesoro invaluable: habrá convertido su corazón en la morada de todos los otros 150 que ya habremos entregado este cuerpo prestado.

 

El último de los Rodríguez será todos nosotros: todos viviremos en su corazón, así como hoy viven en el nuestro todos los que han dejado este plano material. Aún escuchamos sus risas y sus regaños. Aún sentimos sus abrazos y sus besos. Aún participan de nuestras conversaciones y son los protagonistas de nuestras oraciones.

 

Los 140 que quedamos vivos tenemos en nuestros corazones a los que se han mudado. Se han mudado a vivir para siempre en nuestros corazones, así como todos nos mudaremos tarde o temprano a los corazones de los que van quedando, hasta que todos volvamos a estar juntos en el enorme corazón del último de nosotros.

 

Ese día, Luisito Rodríguez, el último, se abrazará solito y nos estará abrazando a todos: nos unirá una vez más con amor y todos olvidaremos nuestras diferencias.

 

Porque a diferencia de Aureliano Babilonia, Luisito Rodríguez no será devorado por un batallón de hormigas; morirá de viejo, con una sonrisa en el rostro, y todos nosotros volveremos a ser el sueño que soñaron esos dos adolescentes que se miraron fijamente, por primera vez, en una panadería por allá a mitad del siglo pasado.

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