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Proteo lee

“Escribir en el sentido fuerte es tener siempre un problema, una incógnita abierta, que guía el pensamiento, guía la lectura; desde una escritura se puede leer.”

Estanislao Zuleta

En la Odisea, Homero nos presenta una de las deidades del mar: el viejo Proteo. Hijo de Poseidón, quien le encargó la tarea de ser el pastor de la focas y demás animales marinos. El nombre 'Proteo' hace referencia a 'primogénito', 'primero' o 'primordial'; y como primer hijo de Poseidón, recibió una serie de regalos que, como en toda la tradición griega, fueron regalo y tragedia al mismo tiempo. El primero es el don de la clarividencia: Proteo podía ver el futuro, pero además podía conocer el pasado y presente de todo lo que acontecía en el mundo de los hombres (así fue, por ejemplo, que Menelao supo de la muerte de su hermano Agamenón); el segundo regalo tenía como objetivo librarlo de la voluntad de los reyes que lo querían como consejero clarividente para sus batallas: Proteo podía cambiar de forma tanto como quisiera, para evitar ser atrapado y obligado a revelar el futuro. Así es que tomaba forma de jaguar, león, serpiente, árbol e incluso agua para escapar de sus captores1 . De allí proviene el adjetivo 'proteico' al que la RAE, con su habitual reduccionismo, asignó una definición peyorativa2 .

 

'Reading is the key'. Tal fue la instrucción de mis profesores desde mi formación primaria, y mantuvieron una postura firme durante mi bachillerato y mi formación profesional. Sin embargo, siento que muchos de ellos sólo repetían la frase que les fue dada, sin haberla entendido realmente. Más que revelarme un secreto, me pasaron un acertijo que nunca pudieron descifrar.

 

Y digo esto, porque mientras promovían la lectura de literatura universal (en el bachillerato) o de investigaciones y referentes teóricos (en la universidad), satanizaban nuestra afinidad con la televisión, los juegos de video, la música superficial, los textos no académicos (como wikipedia) y hasta las noticias (que el mismo Estanislao Zuleta (1982) califica como “habladurías”). Más que con promotores de la lectura, crecimos con guardianes de la verdad revelada, clasificadores de los textos dignos y los indignos, defensores del buen gusto literario y verdugos de la cotidianidad.

 

Zuleta (1982) nos dice que “la lectura requiere la interpretación en el sentido fuerte”, por supuesto, de la escritura seria, para rumiantes. Y que los estudiantes sólo necesitan saber leer y saber pensar para poder comprender un texto que les brinda, sin necesidad de prerrequisitos, todas la herramientas para que un lector ávido y sagaz pueda captar la música de sus líneas.

 

Así mismo, le exige al lector una posición activa, una proposición de sentido que negocie con la propuesta del autor; que construya un discurso y haga emerger los objetivos del texto. Los no rumiantes jamás comprenderán las relaciones semánticas de un texto a menos que estén dadas de manera literal, pero un lector curioso encontrará el sentido explícito e implícito, y dialogará con cada texto que caiga en sus manos: abrirá el banco de su memoria y se enriquecerá diariamente.

Además, propone la creación de un código propio para cada texto que nos permita comprenderlo, lejos de “la ideología dominante preasignada a los términos” (Zuleta, 1982). Y no podría estar más de acuerdo: la lectura de cada texto nos exige poner en marcha estrategias que nos permitan comprenderlo; y esto significa: identificar su objetivo comunicativo, a la luz del contexto en el que es producido; reconocer las estrategias discursivas que utiliza el autor para alcanzar su objetivo (identificar sus argumentos, antecedentes, ejemplos, comparaciones y demás tipos de premisas); y, además, dar cuenta de las relaciones argumentales de las que se vale (a manera de los planos de una casa) para construir su texto y llegar de manera efectiva a sus lectores.

 

Sin embargo, Estanislao (y me disculpan la irreverencia) habla únicamente de “la escritura en sentido fuerte”, diferente de las habladurías que también pueden ser escritas, y que en nuestros días, son un océano completo en el que navegamos a diario: prendes el televisor, habladurías; abres el periódico, habladurías; vas a la librería, habladurías; entras a internet, habladurías; escuchas una conversación en una cafetería, habladurías. Y, entonces, me pregunto ¿qué hago con tantas habladurías? ¿Las ignoro y les recomiendo a mis estudiantes que las ignoren? ¿las satanizo y me dedico a leer (y enseñar a leer) textos “fuertes”, académicos y de una fuente confiable? O, más bien ¿llevo las habladurías al aula y ampliamos nuestros conceptos de lectura, texto, discurso y aprendizaje?

 

Porque si “reading is the key”, entonces “reading” es proteo, que tiene todas las respuestas del pasado, presente y futuro en el mundo de los hombres, pero cada vez que vamos en su búsqueda, se convierte en jaguar (televisión), león (juegos de video), serpiente (música superficial), árbol (textos no académicos como wikipedia) e incluso agua (noticias); y nos frustra al tener que volver a casa burlados y con las manos vacías.

 

Y la clave del conocimiento se nos escapa como agua (proteica) entre los dedos porque nuestros profesores sólo nos enseñaron a leer “textos fuertes” y académicos, pero nuestra cotidianidad nos sumerge en un océano de habladurías que no nos permite ver la luz del sol. Y nuestros estudiantes (y muchas veces nosotros mismos) se desconectan de la realidad que los rodea porque “eso no es académico” y “nadie respetaría a un académico que cite a wikipedia como su fuente”, y la corriente de las habladurías se los lleva, cada vez más lejos del conocimiento, y los profesores no podemos más que quejarnos de las pocas herramientas que nos da la sociedad; y el sistema, encarnado en la familia, culpa a los profesores por su mala formación y sus pocas competencias para educar a sus muchachos.

 

Y luego viene la propuesta universitaria de la que todos hemos sido parte (y con 'todos' me refiero sólo a los privilegiados que pudimos acceder a la educación superior en un país en el que ni la universidad pública está al alcance de los que más la necesitan): para leer, escribir y evaluar un texto académico (Zuleta lo llamaría 'fuerte') es necesario: (escribimos los dos puntos como si de verdad supiéramos), y damos nuestra receta, o la que nos dieron nuestros profesores como el acertijo que nunca descifraron. Y hasta el mismo Zuleta (1982) nos repetiría a gritos y con golpes en la mesa que la palabra “loco” no puede entenderse igual dentro y fuera del Quijote, así como las palabras “mercancía” y “valor” no pueden entenderse igual dentro y fuera del Capital.

 

Por lo tanto, las recetas para leer, escribir y evaluar textos (académicos) nos llevarían a ser buenos estudiantes, pero malos lectores y escritores. Como el estudiante que lee para responder un examen o escribirle un ensayo a la profe (y sigo citando a Estanislao); y al cielo gracias que pueden y podemos olvidar tantas cosas que mal aprendimos en el colegio, en la universidad y hasta en el postgrado.

De lo contrario, continuaríamos “enseñando” una única forma de leer como si enseñáramos a preparar diferentes platos con una sola receta. Así como no podemos enseñar a escribir bajo una fórmula superestructural básica del tipo:

• Un texto narrativo es tal si y solo si está montando sobre una línea de tiempo, tiene un inicio, nudo y desenlace, tiene protagonistas principales y secundarios, y evidencia la transformación de una situación con unas condiciones específicas.

 

• Un texto expositivo presenta un tema determinado y lo desarrolla, sin tener en cuenta un orden cronológico.

 

• Un texto argumentativo plantea una hipótesis, y presenta los argumentos gracias a los cuáles validamos la hipótesis.

 

Y a Estanislao le iría dando un infarto, y nos gritaría desde la ventana del último piso:

El obsesivo quiere orden; cada cosa en su lugar dice el ama de casa obsesiva, la neurosis colectiva del ama de casa lo manda así: el aseo. el orden, los pañales, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Y así quiere uno leer también: primero tengamos esto claro para poder seguir, porque cómo vamos a seguir si no tenemos eso claro. Esto es falso, pues precisamente los problemas se esclarecen después; es necesario seguir, plantear los problemas, volver, en síntesis, trabajar. ¡Qué cuentos de detenernos! (Zuleta, 1982)

 

Y si el texto no cabe en la rejilla de evaluación, hay que defenestrarlo. Y convenimos en que el conocimiento sólo es tal si cabe en nuestras rejillas de evaluación y tiene una estructura específica. Y dejamos de lado otras formas de argumentar, más cercanas a las ciencias sociales, como la narración, donde no existe una presentación explícita de argumentos sino que el lector debe ir encontrándolos. Porque eso no es medible, y para publicar en colciencias o en una revista indexada tengo que seguir las instrucciones y los cánones. ¡no ve que si no lo hago así, Colciencias no me financia la investigación!

 

Y la literatura de Sade, Kundera o Wilde se va para el salón de las habladurías, y las ciencias sociales se meten a las malas en el salón de las ciencias naturales, positivistas que buscan comprobar lo incomprobable.

 

Y si Sade utiliza una narración para argumentar sobre la transformación ética y moral del francés de finales del siglo XVIII e inicios del XIX, pues se va para el salón de las habladurías porque la narración narra y la argumentación argumenta, y no hay textolingüística que me hable de secuencias textuales híbridas. Y si Quino hace una crítica social mediante una historieta, pues que se vaya al salón de las artes, porque su red argumentativa no es clara. Y ni hablemos de Walter Benjamin con su lógica paradójica, que planteaba dos hipótesis de igual validez, pero totalmente opuestas; y a lo largo de su discurso iba dando argumentos para una y para otra; pero, sin tomar partida definitiva por ninguna. Y su gran logro era mantener la tensión hasta el final, y obligar al lector de asumir una posición.

Así pues, esa "receta" nos convierte en expertos redactores de malos 'papers'; publicables, por supuesto, pero malos, sin alma. Y dado que publicamos, pues nos encumbramos en nuestro “saber” para decir qué y cómo se debe leer, qué y cómo se debe escribir, y qué y cómo se debe evaluar.

 

Y proteo sigue allí, en la arenosa isla de Faro, a orillas del delta del Nilo, con sus focas y leones marinos, transformándose en algo diferente cada vez que vamos por él, y riéndose de todas las recetas de lectura y escritura que se publican a diario. Porque la lectura y los lectores se han transformado generación tras generación: las nuevas tecnologías y las nuevas dinámicas sociales han convertido a los jóvenes en lectores asiduos de textos que no concebíamos como tales. Y si hace algunas décadas la televisión, los videojuegos o la internet eran los enemigos de la lectura, hoy se constituyen en textos de la cotidianidad que deben ser incluidos en el ejercicio alfabetizador. Porque de nada sirve leer a García Márquez una vez al año y a Jota Mario una vez al día. Las habladurías de la cotidianidad son los textos en los que navegamos, y podemos sentirnos felices de que nuestros estudiantes se inclinen por nuestros autores de cabecera y no por las historias de vampiros y zombies, pero más nos debe enorgullecer que nuestros estudiantes tengan las herramientas suficientes para interpretar los diferentes discursos, darles un lugar y un sentido a la luz de su interacción con los textos y su lugares de enunciación/interpretación.

 

Así, si seguimos Castilla de Campo y Lobo-Guerrero de Saba (1979), reafirmaremos la idea de que

 

El escritor cuenta, pues, con la participación del lector y le da claves y direcciones que éste debe seguir. El lector tendrá éxito en su comprensión del texto en cuanto las entienda y sea capaz de seguirlas. Vista así, la lectura efectiva es interacción entre escritor y lector. Esta interacción convierte el texto escrito en discurso. (Castilla de Campo y Lobo-Guerrero de Saba, 1979)

 

Pero no circunscritos únicamente al ámbito académico al que pocos tienen acceso, sino a la lectura de los textos cotidianos que, como proteo, han tomado todas las formas posibles. Así, la lectura, los textos, lo lectores, y los profesores debemos cambiar de color, forma y sustancia ante cada signo que nos exija una interpretación. Y esto conlleva irremediablemente a que la responsabilidad alfabetizadora desborde las posibilidades de la escuela y del profesor, y permee cada espacio de la cotidianidad: los padres son alfabetizadores al darles a sus hijos las herramientas para entender un programa de televisión; los amigos son alfabetizadores al enseñar a su coetáneos a jugar el nuevo videojuego; y, por supuesto, la escuela es alfabetizadora al exponer al estudiante a multiplicidad de textos, no sólo los académicos, elegidos porque se ajustan a la plantilla evaluativa del profesor.

 

Y esto me recuerda a un viejo amigo que nos decía

 

“Creo que la frase lectura obligatoria es un contrasentido, la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¿Felicidad obligatoria? La felicidad también la buscamos. …

 

siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro los aburre, déjenlo, no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo… ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una forma de la felicidad.

 

No hay que caer en la tristeza de las bibliografías, de las citas de Fulano y luego un paréntesis, luego dos fechas separadas por un guión, y luego una lista de libros críticos que han escrito sobre ese autor. Todo eso es una desdicha. Yo nunca les di una bibliografía a mis alumnos. Les dije que no lean nada de lo que se ha escrito sobre Fulano de Tal (...)

 

Si Shakespeare les interesa, está bien. Si les resulta tedioso, déjenlo. Shakespeare no ha escrito aún para ustedes. Llegará un día que Shakespeare será digno de ustedes y ustedes serán dignos de Shakespeare, pero mientras tanto no hay que apresurar las cosas.” 3 (Borges, N.F.)

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