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Te amo, pero...

Navegamos entre Escila y Caribdis, dos monstruos que amenazan nuestro ser. Buscamos mejorar en cada aspecto de nuestra vida: entrenar nuestro cuerpo, mejorar nuestra alimentación, seducir nuestro cerebro con nuevas ideas, tener proyectos que nos permitan crecer y buscar una mejor calidad de vida. Nunca somos el mismo del día anterior. Sin embargo, cada día somos “tal como somos”.

 

En una orilla, nos amenaza Escila, un monstruo gigante que nos devoraría de un solo zarpazo: “Quién te ame, te amará con tus defectos. Te amo tal como eres”. Pero todos los días estamos cambiando, buscando mejorar. Entonces ¿de qué se enamora el que se enamora? ¿De la esencia, aunque la forma cambie? Y esto, en el caso optimista de que cambiemos para mejorar: muchos sólo queremos dejarnos llevar por nuestros placeres más superficiales: comer, viajar, follar, dormir o beber.

 

En la otra orilla, ataca Caribdis, una bestia letal que nos desaparecería con una caricia de sus garras: “Te amo, pero… no estamos en el mismo momento de la vida, no eres lo suficientemente alto, tienes barriga, no soy fan de la barba, no me gustan tus tatuajes, le dedicas mucho tiempo a tus amigos, tienes una familia muy grande, no soporto tu sentido del humor, no me aguanto tu música, comes mucho pan y mucho dulce, no eliges la ropa correcta, eres muy intenso, no me celas así que asumo que no te importo, eres muy coqueto, tienes muchas amigas, tomas mucho licor, vives muy lejos, no eres mi tipo de hombre”. Y entonces ¿qué amas? Una vez más: ¿la esencia?

 

¿Nos enamoramos de algo intangible? ¿Nos enamoramos de una parte del otro (su cuerpo, su mente, sus proyectos) y vivimos luchando para cambiar el resto de partes? ¿Nos enamoramos de cómo nos sentimos al lado de esa persona?

 

Pocas palabras tan putas como el “pero”, y nunca peor usada que después de un “te amo”:

 

Te amo, pero como amigos. Y no en un sentido gastronómico.

Te amo, pero en este momento no quiero una relación.

Te amo, pero no eres mi tipo de hombre.

Te amo, pero no podría estar contigo.

 

¿Existe un amor que lo abarque todo? Un amor por la esencia que no se transforma, por la figura física y las ideas que cambian para bien y para mal; un amor que llegue a tiempo, que sea más fuerte que las decepciones anteriores; un amor al que no le importe la ropa elegida, la música o el cine del que disfrute el ser amado.

Me cuesta creerlo. Si analizo mis relaciones pasadas, podría pensar que he sido amado “tal como era” durante un tiempo, pero al cabo de algunos años, esa forma de ser hizo que las relaciones fracasaran. Así que no sirvió de nada ser amado tal y como era porque no era una persona que cuidara las relaciones, ni que les diera prioridad sobre mis placeres más básicos.

 

También he estado en relaciones en las que me han “invitado a ser mejor”: les ha encantado mi esencia, mis ideas, mi cuerpo o mis hábitos, pero podía mejorar mi alimentación, mi gusto musical, el uso de mi tiempo libre o la selección de mis amistades; y el esfuerzo por cambiar lo que era incompatible terminó por agotarnos: a mí por intentarlo sin disfrutarlo mucho y a ella por no ver resultados pronto. El final en ambos casos fue el mismo: fracaso.

 

En este momento de mi vida, sé que fui el directo responsable del fracaso de la mayoría de mis relaciones. También sé que cuando di todo lo que tuve a mi alcance, no fui suficiente para el otro.

 

Dudo que exista una persona, un momento y unas circunstancias ideales en las que el amor crezca mágicamente. Creo que elegimos personas con las que tenemos un alto porcentaje de compatibilidad y construimos una relación a pesar de las diferencias que siempre estarán presentes.

 

Creo que aspirar al amor perfecto es un ideal impuesto por una sociedad consumista que nos vende hasta la forma correcta de amar y, con ello, la loción correcta, la ropa adecuada, el restaurante justo para la cita soñada…

 

Somos consumidores de las pócimas mágicas que nos llevarán a vivir el amor perfecto. Pero como seres imperfectos, jamás hacemos el match que esperamos: al inicio sólo ignoramos las banderas rojas por la emoción de haber encontrado finalmente al amor de la vida; y al cabo de un tiempo, nos decantamos por uno de los dos caminos posibles: o nos resignamos a pasar la vida con alguien con quien ya hicimos una familia y montamos un proyecto difícil de desarmar, aunque vivamos fastidiados por los defectos del otro; o nos separamos una y otra vez de prospectos que nunca llegaron a ser el príncipe o la princesa azules y que, a pesar de los besos encantados, nunca dejaron de ser más que un sapo o una rana.

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