Edson David
Rodríguez Uribe
RUINAS
Hay momentos en la vida en los que todo parece estar perdido: el despido de un trabajo, la pérdida de un familiar o de un gran amor. Son momentos difíciles de entender; estamos tan inmersos en la destrucción total de nuestro mundo, que lo último que queremos es entender. Al principio, no creemos que esté pasando, el mundo pierde toda realidad y nos negamos a creer que sea verdad; cuando no hay más opción que aceptarlo, vienen las preguntas, una tras otra ¿por qué? ¿Qué hice mal?; y luego viene esa nociva creación de mundos hipotéticos y si no hubiera hecho esto… y si, de pronto… el silencio es cruel, la soledad también, y la mente inquieta busca mantenerse ocupada. Pasan los días y ese vacío en el pecho no se va: nos despertamos en la madrugada a contemplar la oscuridad y a recrear el pasado; deseamos con tal fuerza revivir nuestros días, que vemos rostros familiares en desconocidos, dibujamos siluetas ante algún lugar con historia o nos congelamos completamente ante algún olor.
Y pasan los días, y eso es lo único que pasa, porque después de algún tiempo de tranquilidad, cualquier día nos despertamos como si fuera el primero después de la catástrofe, como si el tiempo, la distancia y el silencio no hubieran curado nada. Y estamos allí, en pleno huracán, pasmados viendo cómo el mundo se hace pedazos, y no sabemos si queremos salir de él o no. No sabemos si algún día terminará aquel tiempo sin tiempo en el que no pasa nada. Y nos miramos al espejo, y no reconocemos el rostro que vemos, al punto en el que nos sorprendemos cuando una carcajada natural y sincera rompe el silencio en el que vivimos. Y la utopía se adueña de nuestras vidas a tal punto que no vivimos el presente, por estar recreando un pasado feliz; pero tampoco seríamos capaces de volver a vivir ese pasado, porque el peso de la memoria no nos dejaría en paz; y el futuro es el único camino posible, un futuro nuevo, en una dimensión diferente: no en el futuro que planeamos en nuestros días felices del pasado, porque ése ya no será; un futuro aún no pensado, sin un camino trazado. La única opción es dar un paso hacia adelante y dibujar un camino nuevo: sin expectativas, sin fuerza, sin claridad. Y es entonces cuando la historia me invita a pensar.
Nuestro occidente tuvo su semilla en la Media Luna Fértil, en la tierra bañada por el
Tigris y el Éufrates. Luego del peregrinar del hombre durante más de 5000 años,
un pueblo decidió establecer su morada en un punto fijo; un punto favorable, con ciclos
climáticos que permitían la agricultura, y con una tierra en la que era posible construir.
El fuego, domesticado tiempo atrás, era el mejor amigo de la construcción:
la arcilla moldeada se secaba al sol o se cocía al fuego, brindando rocas firmes
para construir moradas resistentes. La artesanía también tuvo su origen con esta
técnica y hasta la escritura dejó sus primeras huellas sobre la arcilla.
Gran cantidad de objetos fueron moldeados gracias a bases circulares,
que luego se usaron para transportar, y la rueda dijo presente.
El nombre que recibieron estos curiosos fue Sacerdotes, o por lo menos eso es lo que creemos hoy, después de casi 6000 años; bien habrían podido llamarse lectores del cielo, sabedores, chamanes, taitas, astrólogos o médicos tradicionales. Estos personajes sabían cuándo venían las lluvias, e informaban a la comunidad que debían estar preparados para soportarlas. Y, como si protegerse de las fuertes lluvias fuera poco, también debían organizarse para controlar las inundaciones de los ríos que los alimentaban.
Los sacerdotes determinaron, entonces, quiénes debían ocuparse de la canalización de las tierras para el riego de los cultivos; quiénes, sembrar y recoger; y quiénes, construir lugares para guardar la comida. Además, tras proclamarse intérpretes de los designios divinos, crearon a los dioses que debían ser adorados, a los reyes que serían su representación en la tierra, y a los militares que protegerían esta organización social y sus bienes. Así nace el estado.
Con alimentos qué almacenar, empezaron a construirse, ladrillo por ladrillo, los templos más grandes que haya conocido el mundo de la antigüedad. Su primera función fue la de almacenar comida, luego sirvieron de vivienda para los reyes, después como punto de observación de los cielos y, finalmente, como templos para la adoración de los dioses. Así nacen los zigurat.
Como siempre sucede ante el cambio, el miedo se apoderó de Sumeria, y cualquier intento por construir templos con determinada altura era mal visto: una ofensa a los dioses, gritaban unos; los hombres debemos vivir en la tierra y no en los cielos, decían otros. Pero la terquedad de un emperador determina la historia, y para nuestro caso fue UrNammu, el rey de la tercera dinastía Ur, quien decidió construir tantos templos como arcilla hubiera en Mesopotamia. Sin embargo, las inundaciones del Tigris y del Éufrates eran inclementes y destruían todos los intentos por levantar un templo digno de los dioses.
Fíjense que el hombre no ha cambiado en 5000 años: alguien tiene una idea; otro se opone y pone al pueblo en su contra; el primero, con determinación lleva a cabo su idea; fracasa; y el segundo infla su pecho y dice se le dijo, se le advirtió, ¿para qué se puso?
Para nuestra fortuna, los sumerios no daban ninguna batalla por perdida, así que luego de la inundación y el fracaso de un zigurat, iniciaban con la construcción de uno nuevo. Y aquí se encuentra el núcleo de este texto, la idea que me llevó a escribirlo: en vez de buscar un lugar más favorable para la construcción de su templo, los sumerios (y luego los acadios, y luego los babilonios) sabían que habían elegido el lugar adecuado, pero que las condiciones aún no estaban dadas. Así que antes de empezar a construir un nuevo zigurat, dedicaban sus fuerzas a destruir por completo el anterior, a convertir sus ruinas en una base que les permitiera estar un poco más arriba, y luego sí empezaban a construir.
Como ya lo habrán imaginado, el segundo zigurat era mucho más fuerte que el primero: el ladrillo se cocía por más tiempo; tenía más niveles que permitieran tener a salvo la comida, los reyes y los sacerdotes; y el diseño se volvía cada vez más complejo. Es claro que no se volvieron expertos en pirámides escalonadas en un día, un año o una década: pasó toda la historia de la antigüedad y los zigurat seguían cayendo. Tan es así, que la biblia registra la caída de uno de ellos como la torre de Babel.
¿Cuántos zigurat cayeron? Es imposible saberlo.
¿Cuántos quedaron en pie? Parece que 32. 32, después miles de años de historia en Mesopotamia.
¿Cuál fue el primero? Tal vez el de Ur, o el de Uruk o Nippur.
¿Cuál fue el más majestuoso? Sin duda el zigurat babilonio dedicado al gran dios Marduk.
Atención, si decimos que los sumerios llegan a Mesopotamia, aproximadamente, sobre el 5000 a.C., sus construcciones son arrasadas por las inundaciones, una vez tras otra, hasta registrar una de estas inundaciones como el diluvio universal en la historia de Gilgamés (2700 a.C.). Luego vienen los pueblos de las montañas: acadios, asirios y caldeos; y luego vienen los babilonios con Hammurabi y su ley del Talión, y después con Nabucodonosor y su invasión a Israel (que data del 612 a.C.), pues estamos hablando de, por lo menos, 4000 años de historia de la humanidad para construir un gran zigurat, uno solo, un templo tan majestuoso que contaría la historia de occidente hasta el final de los tiempos.
Imagino que ya saben para dónde voy. Ciertamente, el mayor representante de esta arquitectura no fue el primero que se construyó. Así como el primer amor no es el mejor, ni el más fuerte. Sólo es el que rompe el silencio, así como el primer zigurat rompía con la perspectiva plana del horizonte sumerio. El primero era maravilloso, porque nunca se había visto algo así; pero estaba muy lejos de ser el más fuerte, el más valioso o el mejor. Para que el majestuoso zigurat de Marduk en Babilonia llegará a ser la maravilla arquitectónica que conocemos, fue necesario que muchísimos otros se inundaran, se desplomaran, o se los tragara el tiempo.
La base de todo zigurat está compuesta por restos de otros zigurat, que le permitieron a este último estar en un punto tan alto que lo llevara a ser intocable; no hay río que se lleve un templo erigido en la cima de una montaña. Pero esa montaña no siempre estuvo allí, es la suma comprimida de las ruinas de intentos anteriores que fracasaron, pero que permitieron levantar el terreno para crear un templo imperecedero.
Seguramente perder un buen empleo es doloroso, la pérdida de un ser querido es un puñal en el corazón, y el fin de un gran amor es el fin del mundo. Pero los recuerdos bonitos, la experiencia adquirida, las sonrisas que siempre nos sacará algún viaje en el tiempo son las ruinas sobre las que debemos pararnos para volver a empezar a construir nuestro gran templo. Y si aún no estamos a la altura suficiente, pueden estar seguros de que las aguas derrumbarán todo; vendrá la ruina, la destrucción, el mundo volando en mil pedazos a tu alrededor, una vez más.
Pero la paz debe habitar en aquel que sabe que toda destrucción deja ruinas valiosas que lo acercan a un cielo cada vez más próximo. Ningún intento fallido se va sin dejarnos nada, no fue tiempo perdido; por el contrario, son la base de una maravilla que durará por la eternidad, y que jamás soportaría la inclemencia del tiempo si no tuviera bases fuertes.
Construir templos inmortales, como el amor, es un desafío que las mentes cerradas jamás enfrentarán; su miedo al fracaso es tan fuerte que prefieren dejarse llevar por el primer vendaval que los embista. No podemos esperar convicción de las mentes pequeñas, ni amor de los corazones endurecidos. Sólo los intrépidos, tercos y locos son capaces de hacer obras que desafíen a Cronos. El amor, para ser puntual, jamás puede entenderse como algo externo a nosotros: tiene que ser una construcción que contradiga la opinión del mundo que no concibe la vida más que en la estepa. Una construcción que se caerá diez, cien, mil veces... tantas como sea necesario para que sus bases sean fuertes, firmes y altas; lo suficiente como para que nuestro templo final sea eterno e inmortal.