Amor de Monarca

Amar a una Monarca es una decisión dolorosa por definición. Todo su ser está hecho para atraerte, para atraparte, para convertirte en suyo. Pero los hombres no estamos hechos para amar Monarcas.

Una pequeña crisálida tiene la fuerza suficiente para acabar contigo en un segundo. Parecen frágiles y dóciles pero son letales.

Recuerdo la primera vez que vi esa crisálida en plena metamorfosis. Tenía tanto poder que no podía quitarle los ojos de encima. No dudé de su belleza, desde que era una larva y hasta su edad adulta.

Sin embargo, no puedes amar los colores del fuego y menos si se dirigen a ti. Los volcanes en erupción son hermosos, pero no debes acercarte. Y las Monarcas no solo tienen el color de la lava, también tienen su temperatura.

No es casualidad que sean otoñales, tampoco lo es que sean efímeras.

Una Monarca se posó en mí, duró solo un latido, así como todos los amores reales: intensos y frágiles.

Con solo posar sus patas, cambió mi vida; al descansar sus alas me dio un hogar y con su sutil aliento avivó la llama de mi corazón.

Me entregué en cuerpo y alma a un ser intangible. Y cuando me sentí más cerca de su corazón, se esfumó.

Voló rápido y lejos; y no conservé ni su imagen.

Solo puedo recordar: re cordar: volver a pasarla por mi corazón una y otra vez. Esa Monarca me abrió los ojos a otros universos y me invitó a hacer mi propia metamorfosis.

Amigo, no le abras las puertas de tu corazón a una Monarca, porque se quedará a vivir allí. Seguirás viendo su aletear infinitamente y despertarás con su olor cada mañana, aunque ya no quieras sentirlo nunca más.

El sonido de sus alas al viento te perseguirá mientras caminas. Y nunca volverás a mirar un atardecer sin pensar en su color fuego.

Algún día, en algún universo, en alguna vida, caminaré en otoño cerca de su morada. No esperaré una sonrisa, sólo un cruce de miradas que me ayude a saber si fue solo un sueño o si en su corazón también quedó algo de aquel hombre por el que un día suspiró.