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Momentos indocentes

El encantador de serpientes

                Eran las 7:50 de la mañana de un sábado, colegio Nuevo Compartir en Soacha. Mi tarea era modesta y revestía poca responsabilidad: tenía que sacar fotocopias, llamar a lista y llevar tinto a los profesores de una empresa pre-icfes.

                Llevaba todo el año entrando a clases de lenguaje, física, química, biología, matemática, sociales, filosofía e inglés. Había tenido la oportunidad de ver en acción a más de 15 profesores, y había seleccionado, con mucho cuidado, los detalles que quería adoptar para mis clases, cuando fuera profesor, y aquellos que rechazaría categóricamente. Realmente me gustaba la idea de ser profesor.

                Aquel día, el profesor de lenguaje no llegaba. Era la primera clase con este grupo, empezaban a las 8:00 a.m.

                Entré al salón, dejé las fotocopias sobre el escritorio, y un chico me abordó:

  • Profe, buen día ¿ya vamos a comenzar?

  • Sí, claro que sí. Dame un segundo me tomo el tintico.

                Con el tinto del profesor en la mano, fui hasta la puerta, hice tiempo, pero él no llegó. El tinto se enfrió, decidí tomármelo y caminar hacia el salón. Yo tendría unos 19 años, casi la misma edad de los estudiantes.

  • Jóvenes, buenos días.

  • Buenos días, profesor – dijeron todos al unísono.

                Lo sé, era irresponsable, atrevido y abusivo. Pero no podía dejar a 30 chicos sin clase durante dos horas por el incumplimiento de un profesor.

  •         Por favor, lean el taller, respondan las preguntas y, cuando terminen, lo socializamos.

               Como era obvio, yo entregaba fotocopias, pero no conocía las respuestas, ni la dinámica necesaria para cada taller. Lo único que se me ocurrió fue desarrollar el ejercicio con ellos, y esperar a que los dioses me iluminaran con las respuestas.

 

                Tal vez fueron los nervios, o simplemente no sabía leer, pero después de devorar el taller tres veces, y tratar de responder las preguntas de selección múltiple, sólo tenía certeza en 2 de 10; las demás eran tan ambiguas que no podía decidirme por una opción.

 

                Cuando los chicos terminaron, sólo atiné a decir

  • Ok, vamos a leer en voz alta y sacamos las ideas principales.

  • Profe, profe – gritó un muchacho desde el fondo del salón.

  • Señor.

  • ¿Qué significa “cataclismo”? – el título del texto era El Cataclismo de Damocles

  • ¿Cómo así? ¿Usted llegó hasta 11º sin saber qué es un cataclismo? ¡Estamos jodidos! – bueno, la verdad es que yo tampoco tenía ni idea, pero en lugar de admitir mi desconocimiento, preferí ridiculizar al estudiante para que no me hiciera preguntas embarazosas. ¿Acaso quién era yo para saber lo que significaba “cataclismo”? ¡ni que fuera el profesor!

                Todos los términos nuevos para mí, cayeron bajo el manto de la infalible afirmación:

  • Muchachos, en la prueba no tendrán diccionario, así que debemos encontrar el significado apoyándonos en el contexto en el que se encuentra la palabra ¿qué creen que quiera decir?

  • Profe, pero ¿cuál contexto? Si es el título.

  • Ay mire, si no va a colaborar, mejor sálgase. – los chicos soltaron la carcajada y me permitieron evadir la pregunta.

 

                La clase fue muy divertida, creo que los estudiantes no aprendieron nada; de hecho, creo que lo poco que sabían, lo olvidaron después del desorden que organicé.

 

  • Profe, ¿cuál es la respuesta de la tercera pregunta? ¿La A o la B?

  • A ver ¿quién eligió la A?

  • ¡Yoooo! – gritaban varios

  • A ver, tú, el cabezón, danos tus argumentos… bien, muy bien. Me gustan tus argumentos. Y ¿quién eligió la B?

  • ¡Yoooo! – respondían otros

  • Y ¿tus argumentos?... ¡Mmmmm! Pues están muy bien. Y ¿a quién le creen más?

 

                Parecía un programa concurso: entre más gritaran, más opciones había de que su respuesta fuera “correcta”. Esa misma tarde fui a ver las respuestas reales, y creo que de 10 preguntas, di 12 respuestas mal. Espero que esos chicos hayan tenido muy buenos resultados en la prueba; pero, es claro que yo no los ayudé para nada.

 

                Sin embargo, aunque no hubo un contenido en la clase, sí hubo una actitud maravillosa de parte y parte: reímos mucho, pasamos un rato delicioso y descubrí que quería tener ese tipo de espacios, alimentados con una base académica.

 

                 Desde entonces, me dediqué a preparar talleres y a solicitar espacios para jugar a ser el profesor. Tuve la oportunidad de hacerlo de manera esporádica durante unos tres años, hasta que me sentí realmente preparado.

 

                 Para entonces, ya había terminado una carrera universitaria y era un orgulloso estudiante de la Universidad Nacional de Colombia. Así que la empresa con la que trabajaba se decidió a contratarme como profesor (aunque apenas cursaba primer semestre de Lingüística), y siempre que llegaba a un colegio, me preguntaban

  • Profe, y ¿usted es de la Nacional?

  • Por supuesto, acaso ¿hay más universidades en Colombia?

  • ¡Uy! Profe, ¡qué chévere! Y ¿ya se graduó?

  • Eeeee… pues, me falta el Trabajo de grado (y 10 semestres, pensaba).

                 Orientaba cuatro o cinco clases en cada institución, todas enfocadas a comprensión de textos de cara a la prueba de estado, y luego huía despavorido (no sabría qué decir en una sexta clase). A este ritmo, visitaba más de veinte instituciones anualmente, en todas trabajaba con chicos de grado 11.

                 Cada vez que me enfrentaba a un grupo nuevo, sentía un poco de ansiedad, nervios, hablaba más rápido de lo normal, mis clases terminaban cuarenta minutos antes de lo programado, y tenía que inventarme algo para “entretenerlos” hasta que fuera hora de salir.

 

                Fue una gran escuela, tenía días en los que trabajaba hasta en tres colegios: en la mañana, en un angelical colegio cristiano (me daban pánico, siempre pensaba que iba a terminar inmolado); en la tarde, en un estricto colegio militar (me daban pánico, siempre pensaba que iba a terminar reclutado); y en la noche, en un colegio oficial nocturno en algún sector marginal (me daban pánico, siempre pensaba que iba a terminar violado). Y, aun así, me daba mañas para llevar a cabo un taller divertido, elegir las palabras correctas y salir aplaudido a pesar de las diferencias abismales de los contextos.

 

                Aprendí a disfrutar el oficio docente, cada vez con más contenido y con menos dinámicas de programa concurso. Poco a poco, empecé a trabajar con capacitación de docentes y con charlas para auditorios llenos. Los años pasaban, mi formación académica se robustecía, y las horas sumadas en el aula hacían de mí un ágil lenguaraz (no orador, no conferencista, no letrado, pero por lo menos un lenguaraz capaz de salir bien librado en los contextos más adversos).

 

               ¡Qué bonito sería tener este tipo de experiencia, como profesor de la Universidad Nacional! Seguramente, pasarían años antes de que se hiciera realidad, pero ¡qué lindo sería!

 

                Entonces, empecé a soñar.

El espantaprofesores

               De todos los colegios con los que trabaja la empresa pre-icfes, hay uno que es particularmente exigente: Colegio Militar Almirante Padilla sede Ducales[1]. Si llega algún profesor con ínfulas de mesías o desprestigiando el trabajo de la empresa, de inmediato es asignado al Padilla. Aproximadamente, un 70% de los profesores renunciaba tras una semana de trabajo en ese colegio. Y luego de unos tres años de estar visitando colegios, el jefe pluma blanca consideró que era hora de ponerme a prueba:

  • La próxima semana va para el Padilla.

  • Sí, señor.

  • A ver si le quedan ganas de seguir siendo profesor.

                Tenía clase después de descanso con estudiantes de 11°. Eran dos cursos, así que fui con otro profesor, uno que llevaba varios meses dictando clase allí porque nadie se había animado a reemplazarlo.

 

                Los salones de 11° quedaban en el segundo piso, y desde allí se veía el patio de descanso. Los chicos de 1101 y 1102 jugaban microfútbol, nosotros los mirábamos desde arriba. Estos chicos, fiel a la tradición militar, eran gigantes, tenían músculos sobre los músculos y se golpeaban como si se odiaran.

 

                Sonó la campana y mi compañero me dijo:

 

  • Déjame yo arranco con 1102, que son más difíciles.

                Asentí sin decir mayor cosa.

 

  • 1102 a pre-icfes – dijo mi compañero y los chicos respondieron de inmediato.

  • Listo, profe, ya vamos – y empezaron a subir lentamente, saludaron al profesor como si fuera parte de la pandilla y entraron. A mí me ignoraron por completo.

                Al verlos pasar, me sentí como en Avatar, sólo que en lugar de ser azules, tenían un uniforme militar gris.

 

                Entró 1102 y quedaron mis chicos en la cancha de micro, eran los únicos, todo el resto de estudiantes había vuelto al salón.

 

                Tomé aire y dije con energía

  • 1101 a pre-icfes – y los chicos respondieron de inmediato.

  • Uy, profe, nos falta un gol, cinco minutos.

                Como amante del fútbol y profe bacano, acepté.

 

  • Bueno, háganle a ver.

                Pasaron cinco minutos y el gol no llegaba, parecía que lo fallaban a propósito. Pasaron diez minutos y cada vez estaban más lejos del arco rival. Y cada vez que los llamaba, aumentaba el número de los que me miraban mal.

 

  • Bueno, jóvenes, ya no más. A clase.

  • Listo, profe, vamos.

                Entré con paso firme al salón y de reojo vi cómo alistaban sus cosas para subir. Entré confiado, dejé la puerta abierta y me senté a esperar.

 

                 Pasaron otros cinco minutos y nadie se asomó a la puerta. Respiré profundo y salí, mi paciencia se había acabado. Efectivamente estaban jugando como si yo no existiera.

 

  • Bien, ¿por las malas? ¡listo! – pensé, y fui a buscar al militar más malacaroso del lugar (fue difícil elegir).

                 Encontré uno gordito, bajito, de bigote y cara de puño. En su gorrita militar estaba escrito el nombre “Malaver”.

 

  • Disculpe, señor don Malaver…

  • Primero Malaver – me corrigió con voz firme, casi escupiéndome.

  • Disculpe, Malaver, señor don

                  Estos militares tienen una sintaxis extraña. Me miró con desaprobación pero no entendí muy bien por qué.

  • Lo que pasa es que tengo clase de pre-icfes con 1101, pero los chicos no quieren entrar ¿me podría ayudar?

                 Fue como despertar una bestia, como patear un león, como halarle los pelos de la nariz a un dragón. Ese señor pegó un brincó tal que botó la silla, y lució todo su 1.50 mts ardiendo en llamas.

  • ¿Es que estas bestias hijueputas creen que van a hacer lo que se les dé la gana?

                 Y salió a paso veloz hacia la cancha de micro. Para este momento, ya se habían perdido cerca de 25 minutos de clase.

 

  • 1101 a formar – gritó, y todos los muchachos corrieron despavoridos hacia el salón. – A formar dije, los vi, los vi.

Y mientras gritaba, su otro yo me hablaba casi al mismo tiempo:

  • Es que nos mandan lo peor del municipio. A estos animales no se los aguanta nadie. Pero yo si los pongo a marchar. Espere y verá, profesor…

                Los muchachos corrían como ratón de campo, el caos se apoderó de ellos, y al verse acorralados, vinieron las súplicas

  • No, mi Primero, nosotros ya vamos para clase ¿cierto profe que ya vamos a empezar? –dijo uno mientras me miraba con ojos de cordero.

                 Yo guardé silencio y lo miré fijamente. Pa’ que sepa que conmigo no se juega. Las súplicas fueron en vano, finalmente llegó la resignación. Los chicos formaron y empezó el discurso motivacional del militar:

  • No, ¿pues qué dijeron? Que van a hacer lo que les dé la gana, pues no. ¿Dónde está Javier?

  • Noooo, mi Primero, Javier, no.

  • Que ¿dónde está Javier? Pregunté, no me hagan ir a buscarlo a mí.

                Ellos, formados en el patio, yo veía la escena desde el segundo piso, justo al lado de las escaleras que daban directamente al salón vacío.

  • Javier está en el salón – atinó a decir el Brigadier mayor.

                Yo había estado en el salón hacía un momento y no había visto a nadie. Estaba seguro de que no había nadie.

  • Y ¿qué está esperando? ¿qué hubo pues? Lo vi. ¡Me lo trajo ya!

                El chico subió sin prisa, me miró amenazante y entró al salón mascullando improperios (seguramente hacia mí). Al salir, llevaba en la mano un palo de bambú, tal vez de un metro de largo. Ése era Javier. Por supuesto, volvió a mirarme con cara de “te voy a matar” y bajó, le entregó el palo al militar y volvió a formar.

 

  • ¡Qué hubo pues!, los vi, uno por uno pa’l salón.

  • Nooooo, mi Primero, no nos pegue – suplicaron los chicos. Realmente se veía angustia en su rostro.

  • ¡Qué hubo! Marchando, ya… a ver.

 

                Uno por uno, en fila india iban subiendo por un espacio diminuto entre el militar y la pared. Y este señor tal cuál beisbolista empezó a batir a Javier. Lo descargaba sin piedad sobre las piernas, brazos y espalda de los estudiantes que brincaban inútilmente para esquivar el golpe.

 

                 El grupo era de unos 45 estudiantes, entre ellos, unas cinco niñas. Y yo creí que las niñas se salvarían de los golpes, pero el señor Malaver no diferenciaba género y dejaba caer a Javier con fuerza contra todo lo que se movía.

 

                 Cada chico recibía su golpe, gritaba un poco, miraba enfurecido al militar, me miraba con odio y entraba al salón. Uno por uno, todos los 45.

 

                 Al terminar, Malaver subió y pensé que también me iba a pegar a mí.

  • Vamos, profesor, vamos.

                 Entramos al salón y los chicos estaban en sus sillas sobándose y haciendo caras de dolor. Y sin darles tregua, el militar gritó.

  • ¿Qué es esta porqueriza? ¿no les da pena? Bestias asquerosas, viven entre la mierda felices. ¡qué hubo, pues! A recoger los papeles.

                Y tal cual samurái blandía a Javier de un lado a otro. Todo aquel que tuviera un papel cerca de su pupitre se llevaba su palazo, de ñapa.

 

                Al cabo de 2 minutos, el salón estaba limpio, todos estaban sentados, mirando hacia adelante, respirando como toros enfurecidos, a punto de embestir.

 

  • Así es que me gusta verlos, bravitos – dijo el pequeño samurái con una sonrisa bonachona. – profesor, todos suyos – dijo ahora dirigiéndose a mí. Y volvió a mirarlos a ellos – y ojalá no le hagan caso al profesor.

                Salió y cerró la puerta con pasador por fuera.

 

                 Los 45 rostros de odio me enfocaron, y sólo una idea pasó por mi mente

  • Marica, me violaron, hoy sí fue…

 

Pescando en la tormenta

 

                 Durante el año 2010, la UN vivió una reforma necesaria pero no muy bien recibida. Muchas de sus bondades se perdían: becas, bonos, residencias. El presupuesto de la universidad venía en detrimento: primero se habló del pago del pasivo pensional, luego de la ley de Transferencias y, finalmente, de la acreditación de las carreras. Sin duda, las manifestaciones no se hicieron esperar: hubo paros cada semestre y estudiar regularmente era una hazaña.

 

                Entre los diferentes cambios que experimentó la UN, estaba el de las lenguas extranjeras electivas. Cuando llegué a la U, existía el ALEX (programa de Aprendizaje Autónomo de Lenguas Extranjeras); pero luego de la reforma, esta dependencia cambió su rumbo y se convirtió en el PLE (Programa de Lengua Extranjera). Y pasó de ofrecer cursos en seis lenguas con mucha demanda, a ofrecer cursos presenciales, semipresenciales y virtuales de inglés (una lengua que pocos querían pero a todos nos tocaba).

 

                Los cursos de lenguas extranjeras electivas quedaron a cargo del Departamento de Lenguas Extranjeras, y como el cambio se dio a mitad de año, no había forma de solicitar presupuesto para contratar profesores ocasionales, así que la UN se quedó sin cursos electivos por un semestre, y la ira de los estudiantes cayó sobre el director del Departamento de Lenguas, mi profesor de italiano.

 

              Esta era mi oportunidad, podía ofrecer un curso libre de italiano, que no exigiera inscripción formal y liberara un poco la tensión que había en la universidad en ese momento. Con la pequeña salvedad de que mi nivel de italiano sólo daba para conversar a media lengua con alguien que tuviera mucha paciencia.

 

         Aun así, hice mi propuesta y, con cara de pánico, fue aceptada por los profesores encargados de los cursos. La condición era sencilla: sólo debía reunir un grupo de treinta personas y me asignarían un salón. Así que, un lunes por la tarde, llené la universidad de carteles tamaño carta que decían:

“curso libre de

ITALIANO

Reunión informativa: miércoles 12 m.

Auditorio anexo, Postgrados de Ciencias Humanas”

          Información básica, sólo esperaba que dos días fueran suficientes para convocar los treinta estudiantes que necesitaba, y se cumpliría mi sueño de ser profesor de la Universidad Nacional de Colombia. Tenía muy claro que no eran las condiciones ideales: mi curso no estaba avalado por el Sistema de Información Académica (SIA), no tendría remuneración y, seguramente, sería muy difícil porque pretendía dictar algo que no sabía; bueno, no sería la primera vez.

               Llegó el día, tuve clase en el mismo edificio de 7 a 9 am, y sólo tenía que esperar hasta medio día para mi reunión. Fui a la cafetería, pedí un desayuno y me dediqué a pensar en qué iba a decir. Realmente sólo debía decir que el curso no exigía inscripción en el SIA y que, por lo mismo, no contaría como electiva, ni se darían certificaciones de ningún tipo, y ya. Pero, y ¿si llegan personas con un nivel diferente de italiano? ¿Ahí qué? Pues, me dediqué a pensar en una forma de trabajo en la que pudieran participar las personas que tenían algo de conocimiento en la lengua. Empecé a escribir, y al cabo de un par de horas, tenía un modelo de trabajo muy interesante.

            Eran casi las doce, recogí mis cosas y fui hacia el auditorio. En el corto trayecto, descubrí que el edificio estaba desesperantemente lleno, no se podía caminar con tranquilidad, así que me dirigí a la persona encargada de abrir salones y auditorios:

  • Hoja, Javi, buen día.

  • ¿Qué hubo? ¿Cómo estás?

  • Bien, bien, y ¿toda esta gente? ¿Hay algún congreso o algo?

  • ¿Congreso? ¡Qué va! Todos vienen para su reunión.

  • ¿cuál?

  • Pues, la de italiano.

                Me encantaría decirles que mantuve la calma, que sabía que eso podía pasar y que simplemente entré al auditorio a hacer lo mío; pero no, la verdad fue que sentí un vacío en el pecho, y una vocecita chillona me gritaba al oído:

 

  • ¿Si ve? Y ¿ahora? Eso le pasa por irresponsable.

 

            La ignoré, como hago cada mañana al despertar, y entré con la tranquilidad de quién sabe lo que hace (o por lo menos lo aparenta). Ya había estado en situaciones como ésta: capacitaciones a docentes sin haber preparado nada, y todo había salido bien.

               Hice la presentación de mi propuesta… tres veces. Recogí los datos de los interesados y la lista sumaba más de 450 personas. Al final abrí dos cursos y trabajé con más de cien personas. No había forma de satisfacer tal demanda. Los grupos estaban compuestos por estudiantes de pregrado y postgrado, algunos profesores, administrativos, y hasta personas ajenas a la UN que vieron el aviso por casualidad y terminaron beneficiándose del espacio.

              Si bien, yo no tenía el nivel de italiano suficiente para enseñar, mi sueño de ser profesor de la UN era tan grande, que me comprometí con los estudiantes a responder todas sus preguntas, así tuviera que pasar mis días buscando las respuestas.

            Todos teníamos un rol, unos sabían poco, otros un poco más y muchos sabían más que yo. Así que conformamos grupos de trabajo en los que una persona con conocimiento lideraba las actividades de la semana: 14 grupos, cada uno liderado por un italófono competente, con dos o tres integrantes que algo sabían de italiano y un par de apenas tenían su primer contacto. Si el líder era estudiante de arquitectura, pues toda la semana hablábamos de aruitectura italiana, o de geografía, historia, música, política, cine, deporte, arte, etc.

           No había profesores, sólo aprendientes interesados: todos aprendíamos de todos, todos aprendíamos con todos, todos construíamos conocimiento de manera colectiva, y era significativo para todos.

           Creo que al final de esos tres semestres de trabajo, todos los participantes de los cursos aprendimos más de lo que esperábamos, gozamos más de lo que imaginamos y descubrimos que se puede aprender en equipo, en un muy buen ambiente de trabajo y siempre con una sonrisa en el rostro.

               Estaba muy cerca de cumplir mi sueño: cuando caminaba por la UN, me decían:

  • Buenos día, profesor.

               Y esa palabra retumbaba en mi interior y me hacía sentir más grande, más orgulloso, más feliz.

              Infortunadamente, todas las etapas son finitas, y esa no era la excepción. Culminé mi pregrado, también mi vínculo con la dependencia que me apoyaba, recibí mi título, y llegué a la pregunta que Quino se había hecho hace tantos años 

“¿Y ahora que sé tanto, qué?”

[1] Ducales es un barrio de Soacha, estrato 2, con dificultades latentes de violencia y drogadicción.

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