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El silencio de los inocentes

  • Hola, flaquito ¿cómo estás?

  • Bien, sí señor.

  • ¿El colegio?

  • Bien bien.

  • ¿Y estás haciendo deporte?

  • Ahí con la bici o jugando en el colegio.

 

  • ¡Qué niño tan lindo!, siempre sonriente.

  • Y es tan juicioso.

  • ¡Qué bendición ese muchacho!

  • Ojalá pueda tener una vida bonita.

 

Y entre más sonríen y emanan paz, más miedo siento. Dos niños sonrientes se enfrentaron al silencio, al frío y seguramente a la oscuridad. Con el mismo objetivo, uno empuñó un arma y otro amarró una sábana. No paro de pensar en sus nervios alterados, sus manos temblando, sus lágrimas brotando sin cesar y esas malditas voces en sus cabezas.

 

Le temo profundamente al abismo de la mente cuando las ideas negativas se convierten en voces, en búsquedas en google, en elegir A, B o C. Solo hay una oportunidad, y buscar el momento y la forma adecuados nubla cualquier horizonte y hace que las palabras de cariño se pierdan en el huracán de ideas tristes.

 

Imagino un instante fugaz de arrepentimiento, cuando ya es tarde. Un último momento de conciencia, luego de haber ejecutado cada uno de los pasos de su plan. Me gustaría decir que la vida se aferra a sí misma, pero la experiencia nos ha mostrado que no es así. La muerte, como destino inevitable, cobra inmisericorde su parte; sin dar ninguna oportunidad.

 

Hace poco me preguntaron si tenía algún gran miedo: es éste, perder a mis seres queridos. Hace siete años le escribí una carta al miedo, una carta que solo leí una vez y nunca pude compartir, no tuve el valor. Hoy vuelvo a escribirle a mi mayor miedo.

 

La peor forma de vivirlo es con el dolor colectivo de una familia que se enorgullece de su unidad, pero que pierde a sus integrantes en el silencio de una sonrisa indescifrable. Hoy les tengo miedo a la sonrisa, al silencio, a la tranquilidad, a las miradas frías y calculadoras que esconden planes inevitables.

 

  • Bien bien. - Tan simple como eso.

  • Bien. Sí, señor. - Es la única respuesta que obtengo.

 

¿Cómo ayudar a quien siempre sonríe? No hay ninguna señal de alerta en alguien que nunca permite ver su interior. Dan pánico las llamadas los domingos en la noche o los lunes en la mañana. Da pánico la voz de un familiar o escuchar el nombre de algún niño. Nada te puede preparar para el llanto de tus padres, hermanos, primos… ni de tu abuela.

 

No hay explicaciones suficientes. No hay palabras que permitan llenar el vacío. No hay respuestas para tantas preguntas. No hay forma de calmar el miedo que te produce pensar en que alguien más pueda contemplar la idea. En una familia tan grande es muy difícil llegar a cada uno de sus miembros. Y cuando uno de ellos toma una decisión, nos mata a todos.

 

Hoy le temo al silencio. Al silencio de niños inocentes que crecen en contextos adversos, enfrentando la vida con una sonrisa impostada, aprendida con la práctica. Niños expuestos a un país en el que la felicidad está reservada para los que tienen cómo pagarla (o eso nos han hecho creer, porque la muerte que visita a los suicidas en Colombia, no entiende de estratos ni de números en una cuenta bancaria).

 

Estoy incompleto, me faltan Santi y Pipe. Me faltan Jeisson y Edward. Me faltan Jonathan y Daniel. Me falta Samuel. Vivo en un país en el que la gente muere de formas absurdas, impensables en cualquier otro rincón del planeta. Vivo, a veces, por la esperanza de ver la felicidad en los ojos de la gente que amo; pero es tan efímera y el dolor tan frecuente.

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