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“Profe, súbame dos décimas ¡no sea así!”

El papel de la nota en la formación profesional

Nuestro sistema educativo se ha transformado vertiginosamente en las últimas dos décadas: las propuestas de modelos educativos extranjeros, las dinámicas económicas y las necesidades de estandarización internacional han modificado el quehacer de nuestras instituciones radicalmente.

Todos nosotros, como estudiantes y profesores, hemos tenido que vivir las múltiples transiciones y su natural traumatismo. En mi caso puntual, recuerdo que en el bachillerato nos calificaban de 0.0 a 10.0, aprobábamos con 6.0 y nos aterrorizaban con la calificación numérica; luego pasamos al sistema de logros, enmarcado en un modelo de competencias (del que fuimos cobayos), y con el que los profesores se vieron obligados a reinventarse. Después, vino la nefasta implementación del decreto 230 del año 2002 que proponía que “los establecimientos educativos tienen que garantizar un mínimo de promoción del 95% del total de los educandos que finalicen el año escolar en la institución educativa”1. Con este último, muchos profesores botaron la toalla.

Somos parte de un sistema educativo joven que aún no se define, no se entiende: un día quiere parecerse a sus vecinos, y al día siguiente quiere resolver sus propias necesidades; un día quiere quedar bien con los que ponen la plata, y al siguiente trata de poner los pies en la tierra y responderle a la comunidad a la que se debe.

Y los profesores y estudiantes estamos allí, como en una barca indefensa en medio de la tormenta: agarrándonos de donde podemos para no salir disparados por la borda, confiando en que algún día llegaremos a puerto, sanos y salvos, y enriquecidos por la experiencia del viaje (los pocos que lleguemos, si es que llega alguno).

 

Ahora, nuestra educación superior tiene que resolver muchas de las dificultades propias de la educación media. Tanto en instituciones públicas como privadas recibimos estudiantes con vacíos considerables: sus competencias más básicas son insuficientes para responder a las exigencias de su formación profesional: estudiantes incapaces de llevar a cabo operaciones matemáticas básicas, de leer en una lengua extranjera, e incluso de leer y comprender un texto en su propia lengua, y ni hablar de su producción escrita2.

 

Esta realidad no cambia mucho de una institución a otra: desde aquellas que tienen menos de 5 años de vida a la que tiene casi 150, los estudiantes comparten características y los profesores, preocupaciones. Las reuniones de profesores y los seminarios de formación docente tienen como objetivo reflexionar sobre nuestra práctica pedagógica, y sobre las diferentes estrategias que podemos implementar para cumplir con nuestros objetivos académicos.

 

Cada institución debe brindarles a sus estudiantes las herramientas necesarias para que alcancen una formación profesional acorde a las exigencias de su campo. Nuestro objetivo es formar profesionales competentes, capaces, innovadores, críticos y propositivos que transformen la realidad social y económica del país. Sin embargo, hay brechas que aún no hemos superado, y aquí me interesa hablar de una de ellas.

Pensemos en los abismos: la educación media busca desarrollar el pensamiento matemático, lectoescritor y las competencias ciudadanas, laborales y éticas. Y con respecto a los contenidos, cuando un estudiante termina su bachillerato, debe dar cuenta de una serie de saberes básicos (de allí, el nombre de la prueba Saber): leer, escribir, sumar, restar, dividir, multiplicar, reconocer las partes de una célula y de un átomo, diferenciar dialéctica y mayéutica, recordar por lo menos un filósofo presocrático (aunque no recuerde lo que dijo), balancear ecuaciones químicas básicas, diferenciar una palabra aguda de una esdrújula, reconocer un tipo de texto, leer por lo menos dos renglones en alguna lengua extranjera, entender un poco de estadística, probabilidad, aleatoriedad, economía, anatomía, recordar aunque sean 3 de los 10 casos de factorización, estar en capacidad de explicar fenómenos como la gravedad, la fricción, el calor; conocer una que otra capital (de países y de departamentos de nuestro país), algo de historia básica (fechas, nombres, guerras, etc.), y ojalá, saber algo sobre nuestras comunidades indígenas; obvio, debe saber sobre fotografía, cine, arte, música, literatura, poesía; asumo que también debe saber correr, bailar, dibujar, hablar en público, convivir en paz; por qué no, dominar software básicos como Word, Excel, Corel Draw, Photoshop; por supuesto, dominar las redes sociales como Facebook, Instagram, Twitter, Whatsapp (no necesitan la escuela para esto), pero además entender sus implicaciones sociales y éticas; y de paso, reflexionar un poco sobre la realidad que nos envuelve: pobreza, corrupción, ignorancia, robo y abandono, entre tantas otras.

 

No creo que sea mucho pedir, pasamos más de once años en el ejercicio académico: lecturas, tareas, exposiciones, experimentos, presentaciones, evaluaciones, recuperaciones, etc. Sin embargo, al momento de presentar las pruebas Saber, el pánico se apodera de los estudiantes y los resultados son poco alentadores. Y es inevitable preguntarse si la dificultad está en nuestro modelo educativo o si la forma de evaluar es inadecuada (los modelos educativo y evaluativo se corresponden, en teoría). Considero que el trabajo adelantado por el Ministerio de Educación Nacional, las instituciones y los maestros es un trabajo serio, consciente y ético; sin embargo, los resultados de las pruebas nacionales e internacionales encienden las alarmas.

 

Ahora, al año se gradúan cerca de 450.000 bachilleres en Colombia3, y de acuerdo con un sondeo hecho por Caracol Radio, sólo el 10% logra acceder a la educación superior. Es decir, aproximadamente 45.000 estudiantes al año (para hacerse a una idea, la Universidad Nacional de Colombia recibe cerca de 3.000 estudiantes cada semestre, de los casi 70.000 que se presentan).

 

No deja de preocuparme el alto número de bachilleres que no logra acceder a la educación superior, pero en este momento, me inquieta pensar en ¿cuántos y cuáles de todos los saberes adquiridos en la educación media, les serán útiles a los nuevos estudiantes universitarios?

 

Por supuesto, es una pregunta amplia que permite muchas respuestas: su capacidad de convivir, su cultura general y su postura crítica ante la sociedad serán una base para su formación; sus habilidades matemáticas, de comprensión lectora y de resolución de problemas les permitirán desenvolverse efectivamente. Seguramente, cada estudiante elegirá la carrera más afín a sus capacidades: los matemáticos a la ingeniería, los lectores a las humanidades, los deportistas y los artistas a explorar y crear en sus respectivos campos.

 

Y así llegamos a la educación superior, los pocos que quedamos en la barca en medio de la tormenta4, con saberes apropiados a medias y con la necesidad de responder a las exigencias poco amables de los diferentes profesores. Aquí quiero hacer un paréntesis, detengan sus relojes, contengan la respiración por un momento y recuerden cómo fue ese primer día de universidad, ese primer profesor con cara de asesino en serie, ese primer parcial con la hoja en blanco y el miedo infundido en las semanas previas.

 

Ser primíparo es, tal vez, una de las experiencias más impactantes que puede vivir un estudiante: tratar de abandonar la dinámica escolar del colegio, y enfrentarse a horarios dispares, tareas que rebasan en tiempo y forma nuestras posibilidades, y profesores todopoderosos a los que hay que aprender a manejar.

 

(ya pueden respirar)

 

Cada institución tiene un plan de estudios aprobado para cada uno de sus programas: una cantidad de créditos, una programación semestral de asignaturas, un syllabus para cada asignatura, y múltiples reuniones que aseguran que todo marche bien. Sin embargo, la disparidad en las competencias de los estudiantes primíparos ha obligado a las instituciones a implementar asignaturas que les brinden a los muchachos, las herramientas necesarias para desenvolverse en la vida universitaria (cursos de lectura y escritura, de nivelación matemática, de lengua extranjera, de redacción de textos académicos, etc.).

 

Lentamente, este tipo de cursos complementarios se ha ido convirtiendo en un pilar de los programas académicos: no podemos formar historiadores críticos si no contamos con lectores competentes, sólo por nombrar un caso común. Y buena parte del tiempo que era dedicado a la formación disciplinar, ahora es dedicado a apropiar la forma correcta de leer en cada campo del saber. Para no ir muy lejos, cada asignatura debe dedicar por lo menos 2 de sus 16 semanas a determinar la forma en la que deben ser leídos y producidos los textos propios de su área. De lo contrario, nos encontraríamos con los comentarios recurrentes de los profesores:

 

estos pelados no saben ni leer ni escribir.

 

No sé si es que no sabe del tema, o no logra comunicarlo.

 

Llevo todo el fin de semana tratando de descifrar lo que me quieren decir estos muchachos.

 

No sé si es que les hablo en chino o es que no entienden lo que toca hacer.

 

No sé qué se la pasaron haciendo durante los once años del colegio.

 

Así que, si de cada semestre dedicamos, al menos, dos semanas a cuestiones “técnicas”, tres a evaluaciones y una de contingencia (día festivo, paro, salida académica, eventualidad, etc), nos quedarían 10 semanas para ver los temas que esperábamos ver en 16 ¡qué comience el juego!

¿De qué estrategias nos valemos los profesores para motivar el trabajo fuerte de nuestros estudiantes?

Pues de las mismas que se valían nuestros profesores de bachillerato, con la diferencia de que aquí, en la educación superior, no hay decreto 230 que nos impida reprobar estudiantes.

Las dinámicas no cambian mucho: los estudiantes buscan hacer lo mínimo para cumplir con las exigencias del profesor y “pasar” la asignatura, añoran una nota que rara vez merecen y esperan hasta el último momento para hacer la pregunta más infantil de todas: profe, ¿y cómo puedo hacer para mejorar la nota? Los malos hábitos del colegio vienen con ellos. Aún no son conscientes de que el toldo cambió, y con él, las reglas de juego5.

Sin duda, hay estudiantes conscientes, responsables, críticos y autónomos que cumplen con cada exigencia y le aportan su toque personal. Ellos, sin duda, sabrán de cuáles de sus compañeros estoy hablando.

Y los profesores tratan de imponer cada día un ritmo más acelerado, dejar trabajos imposibles de hacer en el poco tiempo propuesto y hacer exámenes unívocos en los que los estudiantes deben repetir (a veces sin entender) los contenidos que el profesor recitó en una clase magistral; todo esto valiéndose de su último recurso de poder: la nota6.

 

He aquí nuestro abismo: la nota.

La nota es el metrónomo perfecto. La forma ideal de imponer su ritmo, de exigir respeto y seriedad, de infundir miedo. Gracias a la nota, el profesor mantiene el poder durante el semestre, exige a placer tareas inalcanzables y lecturas incomprensibles. Todo mientras infla pecho y piensa

es que hay que exigirles, en mi época era diferente, ahora estos pelados no quieren hacer nada.

Y yo me pregunto ¿en qué medida, la nota enriquece los procesos de aprendizaje? ¿Con qué criterios, un estudiante es igual a un 5.0 y otro a un 4.9? O, mejor aún ¿qué diferencia un 3.0 de un 2.9? A mi parecer, es “belleza por contraste”: el 4.9 lo hizo todo bien, pero comparado con el 5.0, le faltó algo (intangible). Y el 3.0 hizo lo justo para pasar, y el 2.9 también, pero me caía mal (o algo así de subjetivo).

Los estudiantes lo saben: allí hay un abismo. Cada profesor es autónomo y determina las condiciones para “pasar” su asignatura. Construyen su feudo a placer y se labran una reputación (entre más difícil sea pasar la asignatura, mejor). Se ufanan del miedo que generan en sus estudiantes. Se convierten en orgullosos obstáculos míticos: los lestrigones y lotófagos de la academia; Escila y Caribdis orientan una misma asignatura; y el minotauro de Cnosos te espera en el seminario monográfico.

Más que un orientador, los estudiantes se encuentran con un oponente. Y es comprensible, es más fácil crear una rejilla de evaluación para un examen estandarizado que tratar de evidenciar el proceso cognitivo de cada estudiante. Ahora, ¿cómo lo logró? ¡Qué nos importa! Cada estudiante debe valerse de sus propias armas para superar la prueba: memoria a corto plazo, citar el libro favorito del profesor, pedir ayuda a un estudiante que ya pasó la asignatura, plagio, etc.

Y cuando se trata de hablar de la forma de calificar de sus profesores, la creatividad del estudiantado no se hace esperar:

  • Atila: el rey de los 'unos'.

  • El cirujano: primero te duerme y luego te raja.

  • El colador: nada se le pasa.

  • AV Villas: Puntos por todo.

  • Lucifer: empezó siendo un ángel y al final ¡nos condenó!

  • Puerta de vaivén: todos pasan.

  • El portaminas: sólo 0,5 y 0,7.

  • Rambo: él solo acabó con todos7.

Mi objetivo aquí no es ridiculizar al gremio docente (ellos pueden solos). Sólo quiero recordar que hay un abismo entre la enseñanza y el aprendizaje, entre evaluar y calificar; pero la masificación de la educación superior y el frenesí de las dinámicas académicas nos han hecho olvidar que nuestro objetivo es la formación de profesionales competentes, para lo cuál debemos centrarnos en sus procesos individuales de aprendizaje. No nos contratan para filtrar a los mejores, sino para orientar la formación profesional de todos. Si nos dedicáramos a filtrar a algunos pocos en la educación superior, sólo agrandaríamos la brecha social y económica que empezó en la educación básica y creció en la educación media. Nuestra tarea es buscar estrategias diferentes en nuestra práctica pedagógica.

No estoy hablando de graduar profesionales incompetentes, ya hay suficientes. Hablo de buscar estrategias que nos permitan generar hábitos de estudio autónomo, consciente y ético que les permitan a los futuros profesionales identificar sus habilidades, formas de razonamiento, estrategias de aprendizaje y modos de construcción de su conocimiento (que no será el mismo nuestro): cada disciplina tiene unas bases a las cuales se debe, pero la época, la sociedad, las tecnologías y necesidades profesionales llevan a cada generación de egresados a desarrollar competencias nuevas, sobre bases firmes pero con alcances diferentes.

La formación profesional no puede repetir los errores de la formación básica y media. Aquí no hay decretos que nos obliguen a graduar a quién no lo merezca; tenemos en nuestras manos la posibilidad de promover formas responsables de actuar, que repercutirán en el ejercicio profesional de nuestros actuales estudiantes.

Usar la nota como motor del trabajo de nuestros estudiantes sólo refleja nuestro fracaso como orientadores. Como el dios vengativo que no logró encausar su creación y decidió inundarla; así mismo, el profesor que no logró motivar a sus estudiantes, generar un hábito de trabajo y promover la autonomía, no encuentra una mejor forma de expiar sus pecados que canalizar su ira con las notas finales.

Y es comprensible, en ninguna cátedra nos enseñaron a diferenciar un 3.7 de un 3.8 (menos cuando se trata de estudiantes con inteligencias y habilidades diferentes). Tampoco nos enseñaron a ser totalmente objetivos: ¿cómo no ayudar a un estudiante que tiene la mejor disposición y un desempeño pobre? O ¿cómo no ser extremadamente exigente con el que tiene la peor actitud y un desempeño sobresaliente? Además, soy perfectamente consciente de que hay estudiantes que no evidencian un proceso académico satisfactorio, pero deben ser ellos mismos quienes asignen el equivalente cuantitativo de su desempeño, no el profesor.

Ya puedo imaginar los comentarios de los profesores experimentados que leen este texto; yo no soy uno de ustedes. Yo apenas completo unos 15.000 estudiantes en poco menos de década y media de ejercicio docente. Pero pueden estar seguros de que mis reflexiones son sinceras.

Descargar el éxito académico en la nota es acudir al condicionamiento clásico pavloviano y, de paso, invitar a nuestros estudiantes, que no tienen un pelo de tontos, a encontrar las mejores estrategias para “sacar buena nota” sin aprender. Jugar a la nota como premio y castigo tiene como consecuencia que los estudiantes conciban el estudio como un obstáculo que debe ser superado para alcanzar fines diferentes al aprendizaje (fines económicos, por ejemplo).

En el bachillerato, mi profesor de Sociales repetía sin cesar “El profesor juega a enseñar y el estudiante a no dejarse”. Y ahora entiendo que él quería ser el protagonista: quería enseñar; y lo peor es que quería que nos dejáramos. Lo que no veía es que el objetivo no era su enseñanza sino nuestro aprendizaje, y si la estrategia de la clase magistral no era efectiva con nosotros (que hace 20 años no teníamos internet, ni celulares), pues estaba en la obligación de buscar nuevas estrategias para asegurar nuestro aprendizaje, o por lo menos para motivarlo. Por el contrario, ante su frustración por nuestra desobediencia, dejaba caer la hoz, y nuestros boletines de calificaciones sangraban cada bimestre.

La calificación, la nota, en términos cuantitativos debe estar articulada al proceso individual de cada estudiante: su aprendizaje. Por esta razón, debemos pensar ¿quién es el responsable de asignar la nota? ¿Evaluamos el proceso cognitivo de los estudiantes o los productos finales que presentan? ¿Existen criterios que den cuenta del aprendizaje, más que de la enseñanza?

Por supuesto, debe haber una negociación. El profesor no puede cargar con semejante responsabilidad, aunque sus criterios parezcan objetivos, siempre favorecerán a una minoría. Por ejemplo, en un curso que se evalúe mediante textos escritos8, tendrán ventaja los estudiantes que dominen las reglas ortográficas, sintácticas y discursivas sobre aquellos que no las dominen: el estudiante que tenga un hábito de lectura y pueda usar a placer diferentes figuras retóricas tendrá una ventaja abismal ante aquellos que no logran diferenciar una tilde de una coma. Y no podemos esperar que, en el corto plazo de un semestre, todos se vuelvan escritores, sobretodo si la escritura es un medio para evaluar contenidos diferentes.

Ahora, comprendo la creación de rejillas de evaluación: si quisiéramos hacer un seguimiento al proceso de cada estudiante, tendríamos que leerlo cada semana, hacer correcciones, observaciones y recomendaciones (cada semana, de cada estudiante); y simplemente no es posible. Yo lo intenté y fracasé en mi primer intento, no elegí la estrategia adecuada: le pedí a cada estudiante que presentara una reseña semanal de los textos leídos (si no llevaba la reseña, no podía participar de la clase). Para ese semestre, orienté 13 cursos en tres universidades (poco más de 400 estudiantes: 400 páginas semanales). Y pretendí hacer una revisión y retroalimentación cada reseña: por página, tardaba por lo menos una hora, cuando me iba bien, y cuando les entregaba la reseña a mis estudiantes, llena de observaciones y apuntes, ellos me preguntaban profe, y ¿cuánto saqué?

Sí, da rabia dedicar todo el fin de semana a leer textos mal escritos, hacer observaciones y recibir una pregunta del estilo. Pero tampoco es su culpa, así como no tenía la culpa el perro de Pavlov, sólo estaba condicionado.

Yo también utilicé rejillas de evaluación, pero con ellas sólo podía evaluar los productos finales; no me permitían ver el progreso de los estudiantes. Eso, sin pensar en las “estrategias” que usaban los estudiantes para presentar un texto aceptable: plagio, exceso de citas, “colaboración” ilegal (todos se copian del que escribe más o menos bien); y ¿su proceso de aprendizaje?

Además, si la nota depende del resultado final y no del proceso, cada estudiante arrancará la carrera desde un punto de partida diferente: aquel que tuvo la fortuna de una educación media robusta tendrá buenas notas sin esforzarse ni mejorar mucho y el que apenas si logró graduarse de bachiller tendrá notas pobres aunque mejore mucho. Entiendo que todos deben dar cuenta de unos saberes, pero la estandarización invita a los estudiantes a llegar a la meta tomando atajos; y en este nivel, lo que nos interesa es que los estudiantes fortalezcan sus competencias profesionales, no que presenten trabajos ajenos para “pasar la asignatura”: me da terror pensar en un médico que se gradúe evadiendo la responsabilidad de aprender. Más que formar su saber, hay que formar su hábito para aprender, ayudarles a que reconozcan sus inteligencias y habilidades, a que resuelvan problemas propios de su disciplina, apropien las formas de hacer de su profesión y encuentren su camino profesional, sin atajos.

Si establecemos unos criterios que combinen el proceso individual con los saberes mínimos, tendremos profesionales capaces de solucionar problemas sin hacer trampa, con estrategias acordes a sus habilidades e intereses, y consecuentes con la calificación de su proceso. No podemos pedirles a todos los ingenieros que sean buenos en estructuras, ni a todos los psicólogos que lo sean en clínica, tampoco podemos pedirles a todos los edufísicos que sean especialistas en curling, ni a los literatos que nos reciten la Iliada. No es para eso que los formamos. Pero sí podemos pedirles que den cuenta de las diferentes ramas de sus disciplinas y los diferentes campos de su profesión. Debemos exigirles que identifiquen sus formas de aprender y las exploten al máximo; y que una vez elijan una línea de su interés, usen todas sus habilidades para ser profesionales competentes en su quehacer; empezando por su trabajo de grado, siguiendo con sus estudios de postgrado y su ejercicio profesional.

 

¿Cuántos egregios cardiólogos no sabrán mayor cosa del sistema óseo?

 

Y aun así se llamarán colegas; tal como yo llamo colegas a los estudiosos de las lenguas indígenas, a quienes admiro profundamente, y cuya especialidad conozco sólo parcialmente.

 

Podemos evaluar su trabajo constante y responsable, evidenciado semana a semana en las tareas asignadas y reflejado en el incremento de la calidad de los trabajos que presentan en cada examen parcial (que pueden presentar acompañado del proceso semanal -revisado por el profesor- que los llevó a la versión final)

 

Estoy seguro de que un estudiante que se acostumbre a mejorar cada semana (mediante la lectura, la escritura, la experimentación, la reflexión, el diálogo, etc) será un profesional admirable al cabo del tiempo (aunque no sea excelente el día del grado).

 

Si llegamos a un acuerdo con nuestros estudiantes sobre la forma de evaluación, podremos darles la responsabilidad de ser autónomos en su aprendizaje y éticos en su calificación. Que los criterios establecidos nos permitan identificar claramente qué tanto cumplimos con los acuerdos hechos, qué tanto mejoramos desde el primer día, y qué tan cerca estamos de alcanzar los resultados académicos esperados. Y de este tejido surgirá un equivalente cuantitativo asignado por el estudiante y aprobado por el profesor.

 

Así, fortaleceremos la idea de que la formación profesional no se satisface con la adquisición de saberes sino con la identificación de formas de hacer (propias y de la disciplina); y la brújula de tal formación debe el reconocimiento del aprendiente en su contexto: ¿qué tanto sé de lo que debo saber? ¿cómo hago aquello que me piden que haga? ¿Qué compensación9 merezco por el trabajo realizado?

 

Y nos libraremos del plagio, porque evidenciamos los procesos; y de la subjetividad de la nota, porque es el mismo estudiante quien la asigna, a la luz de criterios establecidos grupalmente; y de los apodos del profesor que usa la nota como recurso de poder, porque ya no será su responsabilidad.

 

Nuestro sistema educativo se ha transformado vertiginosamente en las últimas dos décadas, y es hora de que el profesor deje de jugar a enseñar y el estudiante a no dejarse; y que los dos se conviertan en participantes de un juego con reglas claras, cuyo objetivo supremo sea la construcción colectiva de conocimiento.

1Tomado de http://www.mineducacion.gov.co/1621/article-162264.html

2Por supuesto, es una generalización injusta: en todos los niveles académicos nos encontramos con estudiantes cuyas capacidades son sobresalientes (gracias a ellos, por comprender mi forma de expresar mis preocupaciones en este texto).

3Dato tomado de http://caracol.com.co/radio/2013/01/04/nacional/1357256520_819353.html

4Vale la pena ver las estadísticas de cuántos profesionales hacen maestría, doctorado, o postdoctorado

5Ver la nota 2

6Por supuesto, ésta es otra generalización injusta. Hay un gran porcentaje de profesores que buscan estrategias didácticas para hacer de sus clases una experiencia significativa.

7Los ejemplos son cortesía de mis amigos estudiantes.

8También los hay discontinuos, audiovisuales, etc.

9En la universidad, hablamos de la nota; en el ejercicio profesional, de la remuneración económica.

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