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EL FUNÁMBULO

Soy un funámbulo y no, no camino dormido. Ése es el sonámbulo que, a pesar de estar dormido, tiene más equilibrio que yo.

 

Yo vivo de exponer mi vida para que otros se entretengan pensando “¿cuándo caerá? ¿Cuándo perderá el equilibrio?”.

 

Rara vez doy el primer paso, aunque siento que he estado toda mi vida en la cuerda floja. Me aburre la tierra firme, sólo la veo con cariño cuando estoy a 50 mts de altura, sin una línea de vida ni una red de apoyo, sólo mi cuerda, mi contrapeso y yo.

 

En ese momento, cuando empiezo a subir piso por piso, mi vida va cobrando sentido. La gente que me rodea y me mira con cariño, me pregunta si estoy seguro, si es lo que me hace feliz o qué necesidad tengo de volver a jugarme la vida, como si no me conocieran.

 

Subir por las escaleras de emergencia me pone el corazón a mil, bien podría usar un ascensor y estar en treinta segundos frente a mi precipicio; pero necesito acelerar mi corazón, sentir que se me va a salir del pecho.

 

Al llegar a una altura de cuya caída no sobreviviría, miro para abajo, respiro profundo, tomo el contrapeso con las palmas de mis manos hacia el sol y doy el primer paso.

 

Mucha gente en mi vida está aquí sólo para verme caer: lo disfrutan en silencio, ellos dicen que están para apoyarme y que me desean lo mejor, pero yo sé que sólo quieren sonreír al verme perder el equilibrio, suspirar de emoción cuando levanto un pie tratando de recuperarme y aplaudir con manos y pies cuando una de mis gravedades es más fuerte que la otra.

 

Vivo de esto. Y no me refiero a que me paguen por jugarme la vida en la cuerda floja. Me refiero a que mi corazón necesita la tensión de la cuerda, del contrapeso, del viento, de la gravedad, de mis miedos, de mis sonrisas y hasta de mis silencios para vivir. Soy un volatinero.

 

Al poner el primer pie, mi contrapeso se me va siempre hacia la izquierda, hacia el lado del corazón: me desbordo de emoción por haber dado el primer paso y empiezo a escribir, a comprar detalles, a caminar lugares, a proponer viajes, a llenar y llenar de detalles a esa cuerda floja que me hace sentir vivo.

 

Por supuesto, pierdo el equilibrio de inmediato y necesito llamarme al orden con vehemencia para mantenerme vivo. Así que guardo silencio contra mi voluntad, me reservo algunos sentimientos para mí, compro regalos que nunca entrego y escribo textos que nunca publico.

 

Soy tan exitoso conteniendo mi avalancha, que la cuerda siente que no estoy allí. En ese momento, la gravedad y el vértigo se inclinan hacia mi mano derecha, hacia la controladora; y aunque mi corazón late fuerte a la izquierda, el peso de mi control me empuja al diestro abismo.

 

Entre caer hacia la izquierda por el peso del corazón o caer a la derecha por el peso de mi mano controladora, siempre preferiría dejarme caer por el lado del corazón. Sin embargo, ambas caídas son mortales: a la derecha muero yo, a la izquierda sepulto a la persona amada.

 

Mi contrapeso es mi vida, esa vara larga como un par de alas es la que me tiene aquí: está hecha de palabras. Palabras que yo invento, palabras que uso una sola vez, palabras que uso muchas veces.

 

Mi vida está en mis palabras, dependo de ellas, soy ellas.

 

Mi objetivo es mantenerme con vida, en la cuerda, con el vacío invitándome a caer, con mis amados observadores frotándose las manos para que me precipite y con unos pocos, muy pocos, corazones sinceros rezando para que no caiga.

 

No me interesa llegar al otro lado. No quiero la seguridad de la tierra firme: quiero que mi vida sea incierta, quiero estar siempre sobre la cuerda que me hace sentir vivo. Quiero el equilibrio entre mi diestra y mi siniestra; entre mi corazón desbordado y mi mano controladora. Quiero que mi contrapeso tenga siempre la palabra correcta. Quiero ser Citbil.

 

Para crear las maravillosas historias de los dioses, los griegos, egipcios, nórdicos, celtas y demás culturas maravillosas, usaron las palabras: inventaron nombres, lugares y relatos. Pero nunca pensaron en un dios de las palabras. Para nuestro occidente impuesto, las palabras fueron sólo una herramienta sin deidad.

 

Fueron los mayas quienes entendieron que la palabra es creadora y designaron al gran Ku Citbil ti Caan como el dios que crea con la palabra.

 

Apenas hoy te conozco y ya me declaro tu súbdito, gran Citbil. Y te imploro que me des tus dones para mantenerme en vida, para elegir las palabras correctas o para crearlas en caso de que sea necesario. Ayúdame a saber cuándo decirlas y cuando callarlas. Cuántas a la derecha y cuántas a la izquierda.

 

Soy el funámbulo que se juega la vida en la cuerda floja.

Jamás estaré a salvo en tierra firme.

Vivo buscando el equilibrio.

He caído muchas veces.

Esta vez, no caeré.

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