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Vértigo

Si usted aprecia la existencia de quien escribe estas palabras. No continúe leyendo. ES EN SERIO.

 

Kundera decía que el vértigo no es el miedo a caer sino el deseo de caer. Lo habré leído en mi adolescencia y me marcó para siempre. En la gran mayoría de momentos decisivos de mi vida, el vértigo ha sido el implacable ganador: ante las oportunidades que habrían cambiado mi vida para siempre, decidí dar un paso al vacío y caer en picada durante segundos eternos hasta volverme mierda.

 

Mi emoción siempre ha sido más fuerte que mi razón. Tal vez por eso me dedico a lo que me dedico: construí una vida sobre el imperio de la razón por miedo a que la emoción me arroje a abismo de una vez y para siempre.

 

Cuando era niño, me disfracé de Batman, tomé de la mano a mi amiguito disfrazado de Superman y nos paramos en la barda de protección de una escalera. Mi mente de bebé, casi incapaz de hablar y totalmente impedido para razonar, me decía que saltara. De no ser por la intervención de mi madre, difícilmente habría alcanzado la edad para poder escribir mi propio nombre.

 

Soy impulsivo y pasional. Me juego la vida en las decisiones más trascendentales y dejo que el corazón y las vísceras tomen el control antes de que mi mente decida cuál es el camino correcto.

 

Durante mis casi cuarenta años, tuve oportunidades maravillosas en muchos campos de mi vida: soñé con ser futbolista profesional y, cuando estuve en el punto más alto de mi carrera, me enfrenté al acantilado y a su poderosa gravedad. Era parte del once titular del plantel profesional de un equipo poco reconocido. Sólo debía seguir haciendo las cosas bien, como las había hecho hasta el momento, la presión aumentaba cada día, cada entrenamiento, cada movimiento, cada decisión. Había tanta presión sobre mi desempeño que, un día, mi cuerpo se paralizó. Mi mente sabía lo que tenía que hacer, pero mi emoción no me permitió hacer las cosas correctamente. Cometí todos los errores posibles en 45 minutos. Y lo que había logrado en tres meses, se desvaneció como por arte de magia.

 

Lloré como un niño, hice una pataleta silenciosa escondida tras una sonrisa y muchas excusas. Llegué a casa con la cabeza baja e informé que no viajaba al cierre de pretemporada en Venezuela y que, seguramente, no sería parte del plantel para aquel año. Seguí asistiendo unas semanas más, hasta que finalmente lo abandoné.

 

Aunque la tristeza me rompía el ser en pedazos, muy en el fondo sentía la tranquilidad de que nadie esperara nada de mí. Los había defraudado una vez más, era el perdedor de siempre y nunca más sentiría presión por ese tema. Todos mis compañeros de posición lograron consolidarse en el fútbol profesional y tuvieron carreras prósperas. Incluso hoy, 19 años después, siguen jugando como profesionales y ganándose la vida con aquello que soñaban de niños. Yo juego torneos aficionados en los que me dicen que lo hago muy bien. Me preguntan por qué no fui profesional, y solo puedo decirles que no aguanté la presión, sin dar muchos detalles.

 

No puedo abandonar el fútbol porque me da paz, me permite tener un momento de conexión entre mi cuerpo, mi mente y mi espíritu. Pero cada vez que veo el fútbol profesional en TV, pienso que estaba a mi alcance y que mi vida habría otra si hubiera soportado la presión, pero no lo hice.

 

Nunca voy a dejar el fútbol, pero tampoco fui ni seré profesional en su práctica. Seré un amante recurrente de las canchas, para consolar la frustración de no haber alcanzado mi sueño.

 

Pero no vengo a hablar de fútbol. En muchas oportunidades he vivido momentos maravillosos al lado de mujeres que cualquier hombre desearía. Siempre recibí comentarios acerca de las incontables cualidades de la mujer que me acompañaba. Sin embargo, el bienestar absoluto en relaciones estables me generaba presión, me ubicaba al borde del acantilado.

 

Era cuestión de tiempo para dar el paso, para cometer el error que me llevaría a una inevitable ruptura. Sabía que iba a ser así e igual lo hacía. No encuentro una explicación razonable para hacerlo, la única explicación posible es que me auto saboteaba. No podía ver que todo funcionara bien, tenía que dañarlo.

 

Sin embargo, nada me dolía tanto como sabotearme por expresar mis sentimientos de manera desmedida. En las pocas, muy pocas oportunidades en las que mi emoción desbordó mi razón, me sentí feliz de mostrar cada gota del cariño que me habitaba: escribía textos, hacía regalos, publicaba fotos, proponía viajes y me convencía de que la otra persona estaba tan desbordada de emoción como yo.

 

Infortunadamente, las relaciones de pareja están montadas sobre bases muy frágiles y cuando alguien pone más peso del esperado, todo se desmorona.

 

Perder la oportunidad de un gran amor por sentir un gran amor es la contradicción más absurda que puedo imaginar. La persona amada siente tanta presión, que abandona el barco: prefiere un compañero que sienta mucho pero demuestre poco, que le dé su espacio para extrañar y que sienta que lo puede perder. Si siente que tiene por seguro un amor inconmensurable en proporciones y duración, se siente agobiada y huye.

 

Ama sin saturar. Cuida tus palabras. No publiques imágenes comprometedoras. Pero tampoco te quedes sin expresa nada, da señales de cariño para que sepan que sigues allí.

 

No puedo, no soy así. Soy agua desbordada cayendo con furia. No me pidan ser una represa de emociones que dosifica lo que da; soy una puta avalancha.

 

Una vez más, estando frente al vacío, tomé la decisión de dar un paso adelante e irme con todo hasta el fondo. Lo que realmente me duele es que no siento que esté obrando mal. Tengo el pecho a reventar de emoción por una persona, lo expreso tal como lo siento, y esa persona huye porque se satura con mis muestras de afecto.

 

Ese pecho hinchado de emoción y alegría se vacía por completo en un segundo y queda un silencio tan profundo, un lugar tan frío. En este preciso momento, no tengo la intimidad de un lugar en el que pueda darle libertad a mi cuerpo para exteriorizar su dolor; pero si lo tuviera, estoy seguro de que lloraría como un niño, sin medida y deseando la muerte.

 

Pierdo por completo el sentido de la realidad, el piso se siente lejos, muy lejos, como si mis propias piernas se convirtieran en el acantilado y progresivamente perdiera de vista el fondo en medio de un vacío oscuro y silencioso. Mi mente se va por completo y no me deja hacer nada coherente. Me niego a compartir con nadie porque seguramente van a notar mi ausencia espiritual y me van a preguntar “qué pasa”. Y la única respuesta posible sería romper en un llanto infantil.

 

En este momento, reproduzco a todo volumen una lista musical que no es mía. Uso audífonos para aislarme de todo lo que me rodea. Hago cara de sepulturero y, palada a palada, me dedico a enterrar mi dolor bajo las líneas de este texto.

 

Así como cuando perdí mi única oportunidad de cumplir mi gran sueño de ser futbolista, mi corazón se rompe en pedazos y solo queda el consuelo de los perdedores: nunca más voy a volver a sentir la presión con la que deben vivir los exitosos. Así mismo, hoy siento que volví a dar un paso adelante, a caer en el vacío profundo del fracaso y que mi espíritu se rompió en pedazos tan pequeños que sería imposible reconstruirme.

 

Y lo que más tristeza me produce es que no siento que me haya equivocado. Sólo expresé mi alegría, mi felicidad. El mensaje que me queda es que si sientes mucha felicidad, debes dosificar su exteriorización. Aunque estés a punto de estallar, debes callar para no espantar al otro, para no saturarlo; porque si siente mucha atención va a perder el interés.

 

Y luego de fracasar una vez más, te van a preguntar qué falló, y la única respuesta posible es que “la asusté, la saturé y la aburrí por demostrar lo que sentía”. No es la primera vez que me pasa. Los desenlaces anteriores fueron idénticos: ellas encontraron personas capaces de moderar sus emociones y tienen vidas aparentemente felices y estables.

 

Para un suicida de closet como yo, fracasar es una forma de morir: te libera de la presión de la vida. Duele infinitamente, te desatomiza, te pone el rotulo de perdedor en la frente y te quita toda la seguridad que hayas podido construir con el tiempo.

 

En mi caso puntual, siempre vuelve la misma pregunta a mi mente: si he dado un paso hacia adelante siempre que he tenido la oportunidad de echarlo todo a perder ¿por qué no lo hice cuando estaba disfrazado de Batman?

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