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¿A qué sabe la felicidad?

Nueva York es una ciudad vertiginosa, todos caminan tan rápido como pueden, evitan mirar a los demás y están tan inmersos en sus propios pensamientos que bien podrían cruzarse con un oso polar e ignorarlo por completo.

 

En medio de este frenesí, hay una burbuja de calma que recibe a los que quieren ralentizar el tiempo, moverse despacio y respirar. Custodiado por gigantes de acero, concreto y vidrio que apuntan su mirada e iluminan cada rincón, Bryant Park nos recibió con una sensación de -2 grados Celsius.

 

Es imposible tener una mejor puerta de entrada: la biblioteca pública de Nueva York, con sus leones sobre la quinta avenida, su fachada blanca que la vuelve atemporal y unos árboles de troncos desnudos, negros, que contrastan a la perfección con el blanco del mármol (si es que es mármol).

 

A menos de cien metros, se viven dos ciudades diferentes: una con rostros agitados de gente elegante que pasa frente a la biblioteca sin mirarla, ya saben que los leones no se van a mover; y otra, la de la gente que entra a Bryant Park y empieza a sonreír.

 

Tan pronto entras en la burbuja, te sientes protegido por los gigantes iluminados, luego, te sientes cobijado por árboles que rodean todo el lugar, y aunque no tienen hojas y muestran sus curvas blancas sin decoro, cumplen su función de aislarte del vértigo que se vive a unos pocos metros. Y quedas allí, entre rostros diferentes de personas de muchas nacionalidades, diferentes idiomas, pero con dos cosas en común: el brillo en sus ojos y las sonrisas amplias.

 

Al entrar, un olor dulce te recibe y te va llevando quiosco por quiosco, cada uno huele más rico que el anterior, sin importar en qué dirección vayas. Los niños paran en todos y miran a sus padres con ojos de ilusión, los enamorados compran fresas bañadas en dulce y se besan luego del primer mordisco, y los etnógrafos toman chocolate caliente mientras miran toda la situación.

 

En Bryant Park, se camina despacio, a pesar del frío, la gente se sienta a conversar, a disfrutar de una dona dulce y a mirar a los osados en la pista de patinaje. Allí, unos pocos expertos se mueven como el viento entre los petrificados principiantes. Bailan sutilmente con las manos en los bolsillos, mientras que a los otros les faltan manos para agarrar todo lo que los pueda salvar de una caída inminente.

 

Los trabajadores del parque mantienen el lugar limpio entre bromas y risas, los vigilantes saludan con solemnidad y los tenderos preparan perros calientes o sushi para los hambrientos visitantes.

 

Justo allí, en medio de toda la acción, acumulando detalles y pensando en qué hacer con la información, estábamos nosotros. Caminamos, observamos, escribimos, hablamos, nos llenamos de ideas. Ana María pasó por mi lado y, con su sonrisa infinita, dijo “vamos por una tasa de chocolate”. Me encantó la idea.

 

Decidí hablarles en español a las mujeres del quiosco, me respondieron con una sonrisa. Nos quedamos en una mesa, hablando de nuestras experiencias patinando y disfrutando del chocolate. Y una sutil ráfaga de cristales de nieve atrapó nuestra atención: los tres nos emocionamos como niños, ilusionados con una nevada no prevista, buscando cristales en forma de fractal.

 

Nos olvidamos de la etnografía, de las observaciones, sólo éramos tres personas, añorando la nieve, tomando chocolate caliente, en medio de un lugar iluminado por la sonrisa de docenas de desconocidos. A eso sabe la felicidad.

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