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Y ¿cómo se come en su casa?

Algo de lo que estoy seguro es que se come, pero cómo, cuándo, con quién, por qué y paar qué, no me lo había preguntado jamás. Pero ya que estoy en esta tarea, pues creo que podría hacer un pequeño paralelo entre dos lugares que considero “casa” y ver qué sale de dicha comparación.

 

El primero de ellos es el lugar donde vivo ahora y en el que estoy desde hace 25 años. Siempre con mis padres, algunas veces con algún primo, tío, amigo o familiar que viene de visita y termina quedándose por meses o incluso años, aquí la comida ha tomado todas las formas posibles, tanto en su contenido (cuando hay y cuando no hay) como en su significado (cuando es por “algo especial” y cuando es para llenar el buche).

 

Aquí se come de prisa, los horarios rara vez se ajustan para comer juntos: mi padre y mi madre trabajan constantemente y a mí se me van las horas entre entrenamientos deportivos, clases varias y lecturas de la universidad. Siempre que se da la oportunidad, comemos juntos, hablamos poco, pero el ambiente es bonito, casi siempre queda el plato completamente vacío y mi padre dice “no quiero más”.

 

Con una dieta a base de harina y carne, mi madre nos ha mantenido bien paraditos, siempre se inventa algo, así no haya para otras cosas, por lo menos comida siempre hay. Incluso, recuerdo un día de mi, no muy lejana adolescencia en el que las “onces” para el colegio no aparecían, y no porque hubiésemos olvidado dónde las dejamos sino porque no había de dónde sacarlas: mi madre estaba sentada en la silla del comedor llorando por la imposibilidad de meter cualquier bocado en la maleta del niño, y el niño, fresco y risueño como siempre escarbando entre las bolsas varias de la cocina, hasta que encontró el bien conocido maíz pira; no se imaginan la cara de mi madre cuando me escuchó decir “fresca mi viejita, llenamos esa maleta de maíz pira y seguro que hasta se vende”, y se vendió, el olor era tan fuerte que el profesor de física tuvo que parar la clase para preguntar quién era el del maíz pira, obvio, para que le diera un poquito. Ese día ‘el niño’ fue más popular que nunca, pero hasta hace poco vine a comprender aquella lágrima de angustia en el rostro de mamá.

 

Y esto me lleva al segundo lugar que considero casa: es un lugar grande en tamaño, tiempo e historia, cargado con las energías de cuatro generaciones y donde la modernidad cambia la apariencia pero su esencia se mantiene. Les hablo de la casa de mi abuela paterna, está ubicada en un barrio llamado Pablo Neruda, que pertenece al municipio de Sibaté, famoso por sus centros psiquiátricos. Para quien no está aún contextualizado, por lo menos geográficamente, a este lugar se llega por la salida sur de Bogotá, y es un lugar que se caracteriza por el frío, mucho frío, mucho mucho frío.

 

Allí, la señora Dora Melva, mi abuela, que es una abuela de cuento, de pelo blanco, par dientes de oro y eterna sonrisa de oreja a oreja, mantiene su vínculo con cada una de las generaciones a punta de comida. Pero es en serio, no he conocido el primer “¿quiere un tintico, mijito?” que no venga con arroz, huevo, pan y a veces caldo; la respuesta no se hace esperar

 

- abuelita, pero ¿no era un tinto?

- ¡Ay! Mijito, pero con este frío yo pensé que mejor le daba alguito más.

 

¿Quién dijo que el frío no juega un papel fundamental en la gastronomía de la casa?

 

Pues sí, allí las relaciones se estrechan más entre más se come. Pero lo interesante, y hasta ahora lo pienso, es que la comida rara vez es para llenar el buche.

Profundicemos un poco en este bonito lugar, a ver si podemos entender por qué comen como comen, o comemos como comemos, porque al fin y al cabo yo estoy ahí metido.

 

La cabeza del hogar fue, hasta el 2001, mi abuelo, el señor Luis Alfonso. Era bravo, por Dios, bravo, todos decíamos que si de algo se debería enfermar ese viejo debía ser de Alzheimer a ver dejaba pasar unita, porque qué memoria la de ese señor, el hombre recordaba rabias de hacía décadas y levantaba la mano con unas ganas que los castigos por pequeñeces terminaban siendo monumentales. Así pues, todos caminábamos derechito en casa.

 

Por consiguiente, mi abuela, la señora Dora Melva, es un alma de Dios. Qué vieja tan querida, amena, detallista, siempre pendiente de todo el mundo, que nadie se le fuera a quedar sin su “tintico”.

La hora de las comidas era todo un ritual, primero por la cantidad de gente y segundo por los espacios que se utilizaban.

 

Mis abuelos tuvieron 9 hijos, y el viejo tuvo otros 2 por fuera, para un total de 11 de los que mi casa fue la única con ‘hijo único’, el resto se dieron a la tarea de poblar el mundo, la vaina parece bíblica pero es cierta, en total sumamos más de 50 primos. La nieta mayor ya cumplió sus 42 añitos de vida, ella se crio con la menor de las hermanas, así que las generaciones en mi familia, más que ser una división entre dos grupos, son un continuum, a tal punto que la bisnieta mayor cumple 16 años este año, y el nieto menor cumplió 1 la semana pasada (el tío tiene 1 año y la sobrina 15).

 

Ahora, ¿alguien se puede imaginar un almuerzo de navidad? o mejor ¿un desayuno el 25 de diciembre o el 1 de enero?

 

No hay que ir tan lejos para imaginar el caos: un almuerzo normal en épocas del abuelo, con un promedio de 8 hijos a bordo (el resto por fuera) y unos 25 nietos (el resto en sus vainas) y aún sin bisnietos, se convertía en una tarea de 6 horas, mientras se cocinaba semejante cantidad, se servía (por tandas) y se comía (despacito y sin ganas los más chicos).

 

Lo más interesante no era la cantidad de la gente, sino el uso de los espacios. En la casa, se podía comer en:

 

. La sala: lugar privilegiado para la gente mayor, generalmente viendo noticias.

. El comedor: para todos los niños, por tandas, empezando por los más grandes (los pequeños nos demorábamos mucho comiendo, y no iban a dejar a los grandes aguantando).

. La cocina: para todas las señoras que se metían a preparar, limpiar y echar chisme (curiosamente las palabras fluyen más fácil al calor del horno que en el frío de la sala).

 

Así, con los espacios diferenciados, cada uno tenía que cumplir con las reglas de su espacio: en la sala se come en silencio, concentrado en el televisor, sólo se puede hablar para comentar alguna noticia, siempre y cuando no interrumpa la que están presentando. Es un ambiente de tranquilidad para los mayores, pero los niños siempre lo vimos como un ambiente tenso.

 

En el comedor se pasaba bueno, se negociaban las papas, la sopa, el plátano, pero ¡ojo! La carne jamás. Siempre tratábamos de hacer el mejor trato, y si no se podía, se le quitaba el pedazo a cualquier distraído, y ojalá llorara para que viera después cuán crueles pueden ser los niños. El juego y los gritos eran constantes, hasta que la voz de mi abuela, impulsada por un simple gesto del jefe pluma blanca, decía algo como “¡chiiiito que están en las noticias!” “a ver, ¿ya se comieron todo?” y no faltaba el sapo lambón que decía “abuelita, ¡me robaron la carne!” o “abuelita mire que Edson está negociando la sopa”; en la cocina, por su parte, las señoras tenían el control absoluto, podían ver desde allí, tanto el comedor como la sala, sabían cuando alguien estaba listo para el siguiente plato y siempre estaban dispuestas a preguntar “¿le traigo otro poquito, mijito?” poquito que siempre era más que el plato inicial. En la cocina se hablaba de todo, si uno quería enterarse de los chismes de la familia sólo tenía que meterse a la cocina un ratico, aunque hasta cierta edad siempre iba a escuchar “bueno, saliendo que esto no es tema de niños, vaya a ver a jugar”.

 

La comida era todo un rito, nunca se daban gracias explícitas a Dios, pero con el abrazo a la abuelita y la mirada de satisfacción de la vieja era suficiente; ella sabía que había cumplido y nosotros siempre supimos que nos amaba, a unos más que a otros, pero igual, para todos había su bocado.

 

Tristemente estos tiempos son finitos, el viejo se fue y la rigurosidad en la casa cambió. La comida mantiene su cantidad, pero el ritual ha perdido fuerza, ahora los niños comen viendo televisión ¿de cuándo acá? ¡Háganme el favor! Los más chicos tardan horas almorzando mientras que los grandes dicen “este pelado si es que no come es nada, pero ojalá y fueran chitos, ya se los habría acabado” o “hágale a ver o le apago el televisor".

 

Yo me atrevo a pensar que cada vez que alguien regaña a un niño, sólo quiere recordar un poco al abuelo y el antiguo régimen. Ahora, hay horno microondas en la casa, se cocina con gas natural, y nos reunimos en familia el 24 de diciembre de cada año, alguien se disfraza de Papa Noel y entrega regalos hasta casi las 3 de la mañana, los niños juegan hasta dormirse y los grandes toman, hablan y ríen. El 25 se prepara el almuerzo más grande del año, precedido por un buen sancocho y el calentado de lo que se comió el día anterior. Ese almuerzo es como los de antaño, por tandas, con más risas que regaños, con cambio de verduras por plátano y abrazo de oso a la abuelita.

 

Sólo recordando esto, con algo de nostalgia, vine a entender por qué lloraba mi mamá aquella mañana en que no había para las onces, porque mi abuela hacía comida para 50 y nadie se quedaba sin bocado, y mi madre se vio a gatas ese día para darle a uno solo. Ahora entiendo por qué nos reunimos a comer los tres, cada vez que podemos, con el sonido de las noticias de fondo, yo negociando comida con mi madre y mi papá a juro a robarme la carne.

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