Edson David
Rodríguez Uribe
Astor
Camino lento, me duele todo, siento que el gemelo derecho se me va a desgarrar, el dolor en la ingle se incrementa a cada paso. Mi rostro refleja dolor, pero también dibuja una sonrisa sutil. Así se siente la felicidad.
Hace 25 años, caminaba de regreso a casa luego de un entrenamiento extenuante. Sentía que me iba a desmayar, pero me prometí caminar con la cabeza en alto, aunque mis piernas flaquearan.
Es una escena que se repitió todos los días de mi vida durante quince años. Luego, sólo tuve ese privilegio una o dos veces a la semana. El cansancio luego de jugar al fútbol es placentero, me recuerda que estoy vivo.
La última vez que jugué, salí de la cancha con la cara ensangrentada y el tabique hecho pedazos. Jugaba con una hombrera por una lesión crónica, y venía de un corte en la ceja hacía un par de meses y de perder la conciencia hacía un par de semanas. Realmente pensé que era hora de dejarlo.
Pero mi cuerpo, mi cerebro y mi corazón no trabajan juntos en ningún otro contexto. Por lo general, me estorba el cuerpo cuando trabajo, se me apaga el cerebro cuando bailo y… bueno, el corazón siempre está ahí, a veces más de lo que debería.
Pero cuando recibo la pelota, tengo que controlarla bien de acuerdo a la decisión que haya tomado, debo elegir la mejor opción y ejecutar con firmeza, y cuando el balón le llega al pie a mi compañero, siento una recarga de felicidad que me lleva a pedirla una vez más, y otra y otra.
Así que, como era de esperarse, volví a la cancha. Descargué una aplicación para buscar personas con quién jugar, Tinder y Bumble jamás podrían proporciarme esa felicidad. Me anoté en una lista para jugar el domingo a las 8 en Pier 40, unas canchas sintéticas en muy buen estado, gratis y con el One World Trade Center de fondo. Nada mal.
Llegué temprano, como siempre. Salim estaba en campo, no pregunté su nacionalidad pero era parecido a Samuel Eto’o, y también era delantero. No había ninguna otra coincidencia. Me saludó con amabilidad, me dijo que había llegado al lugar correcto, y que él iba a trotar un poco, que si quería usar su balón, podía hacerlo.
En mi felicidad, no recordé que debía usar la hombrera para protegerme, sólo me puse los guayos y fui a reencontrarme con mi gran amor. Le faltaba un poco de aire, lo noté desde que Salim pateó cuando yo estaba llegando, el sonido es inconfundible. Pero no era momento de ser exigente.
La levanté y empecé a desconectarme del mundo real. Es tan fácil limpiar mi mente, me paro frente al balón y el mundo entero se desvanece. Empezaron a llegar todos, sin mucha prisa, algunos parecían latinos, otros orientales, unos cuantos africanos. Llegó uno con una pinta de italiano que no podía con ella, traía una camiseta de la foquita Farfán, así que le hablé en español y me ignoró.
Les propuse un ruedo a los que ya estaban listos y empezó la fiesta. La mejor forma de saber quién te rodea es hacerle un pase fuerte y ver qué decisión toma para jugar a un solo toque. En ese momento descubrí que iba a ser un juego recreativo, y está bien, no estoy en forma para competir.
Empieza el juego, los que vienen jugando hace muchos años se ponen un peto y se llaman por el nombre. Los nuevos nos miramos con extrañeza y tratamos de organizar el equipo. Yo necesito saber el nombre de todos para poder hablarles en el campo, si no sé sus nombres es como si no existieran.
Aunque erámos 11 contra 11, nos ubicamos sólo en media cancha, así que estábamos lo suficientemente cerca para tocar el balón con frecuencia. No sé por qué me ubiqué como defensor, seguramente fueron los ecos de mis entrenadores que me invitaban a organizar el equipo. Pero una vocecita tímida en mi cabeza me dijo: “dejate de joder, vete para la mitad a coger la pelota, cagón”, y la escuché con la voz de Ronald, no debe ser casualidad.
Junto son Salim, en la delantera estaba Abdul, muy parecido a Didier Drogba, y no sólo en el porte físico, sabía moverse, entendía el juego. En el centro, estaba Sergio Busquets, práctico, con buena técnica, sin deseo de protagonizar y siempre me la daba al pie, la única diferencia era que se llamaba Carter. Corriendo por todo lado estaba Jaden Smith, recuperaba balones por montones y los entregaba bien, me encantaría escribir bien su nombre pero apenas logró recordarlo: Saygab (algo así); de lateral izquierdo estaba Pedrito, no el español, un ecuatoriano que daba lo mejor de sí; y de central teníamos al mismísimo Lilian Thuram, fuerte, veloz, atlético y con dos piernas izquierdas, se llamaba Obaya.
Y ¿cómo les digo que me la den? I’m here, I’m free, I’m with you… siempre jugué a uno o dos toques, siempre filtrando, proponiendo la pared y entregando el último balón para que definieran. Fue hermoso, me sentí en el paraíso por 10 minutos, tal vez menos. Luego me empezó a doler una rodilla, se me encarnó una uña, se me encalambró el gemelo, no podía respirar por la humedad y estaba débil por no haber desayunado.
Eso fue todo, bueno, no fueron 10 minutos, tal vez fueron 20 o 25. Pero sí, estaba reventado. Eto’o no metía ni una, tiene un talento especial para fallar goles infallables. Busquets se subía de vez en cuando a jugar, así que me ayudaba, y Jaden me facilitaba todo.
Después de 25 minutos y unos 3 o 4 goles, los rivales se pusieron serios, me montaron de marca personal a Marcelo, no me dejaba ni respirar así que me tocaba siempre a un toque y rara vez volví a filtrar. Empecé a alejarme del arco rival. No tenía piernas para encararlo, lo hice un par de veces, ya está, me paré en la mitad como cuando a Messi se le va el WiFi y queda estático esperando su momento.
Como consecuencia del cansacio, pocos transportaban, lanzaban mucho y a mí me quedaban los rebotes, así que empecé a distribuir el balón desde allí, sin moverme mucho. Pases precisos, a veces largos, a veces cortos, sin pretenciones. Como era de esperase, no teníamos arquero. Lo intentó Pedrito y luego Thuram, un desastre ambos. Y a mí ya no me daban las piernas para dar ni un paso, así que me metí al arco.
Tenía un cansancio que me hacía sentir a punto de desmayarme, entonces el cielo se cubrió por completo y empezó a llover durísimo. Cerré los ojos, levanté el rostro y sentí la lluvia como un regalo divino, como maná. Cuando volví a mirar a mis compañeros, todos estaban haciendo lo mismo, sin importar su nacionalidad, lengua o raza. Todos idénticos en el campo, disfrutando de la lluvia.
La puerta del campo estaba junto a mi arco. Sentí que alguien había llegado así que volteé. Era un niño de unos 8 años con el uniforme del rosita, la 10 de Messi y listo para jugar.
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That is a nice shirt! – le dije
Él se me acercó, bastante tímido.
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Decile que querés jugar – dijo Ariana, su madre, desde la puerta.
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¿Vas a jugar? - Le dije
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Sí – contesto, lacónico.
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¿Cómo te llamas?
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Astor, A-S-T-O-R
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Dale, bienvenido
Volteé a mirar a su madre, era un manojo de nervios.
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No se preocupe, él va a estar bien. – dije, como si llevara años jugando con esta gente.
Me llegó la siguiente pelota y busqué a Astor, sin pensarlo. Estaba libre, controló, se giró, entregó con precisión y fue a buscar la pared.
¡Qué lindo! El fútbol no tiene edad. Todos lo recibieron bien, le daban la pelota y se mostraban para recibirla. Y los rivales lo trataron como a uno más, sin condecendencias.
Cuando me llegó el siguiente balón, él estaba a 40 metros, y no dudé en mandarle un balón largo para ver qué hacía. Y ¡tiene la 10 de Messi! y se metió a jugar como si estuviera con los niños del cole ¿qué iba a hacer? La controló sin problema, se giró y la entregó.
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Es bueno – le dije a Ariana
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Parece que no se diera cuenta de que todos miden dos metros, él se mete como si nada. – dijo, con una cara de angustia me recordó a mi madre cada vez que yo llegaba a casa maltrecho.
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Maravilloso, no tiene miedo. ¡Ya está!
8-8 marcador final. Nuestro último gol lo hizo Astor, y ya había puesto otro antes.
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Rigori – dijo el italiano con camiseta peruana.
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Ma io lo sapevo. Hai una faccia d’italiano! – le respondí
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Ma, sí!
Más de 20 desconocidos, riéndose juntos, disfrutando de una felicidad atemporal, haciendo chistes en español, en inglés y en italiano, todos cansados, todos felices.
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Ey, nos vemos el próximo domingo a las 8:00 – dijo el organizador.
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Claro que sí – respondimos todos.
Me acerqué a Ariana.
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¿Cómo vas?
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Bien, bien. Estaba nerviosa.
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Una maravilla que venga a jugar, estamos todos los domingos a las 8.
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Sí, hoy llegamos tarde, pero lo voy a traer a las 8.
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¿De dónde son?
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De Rosario.
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Ah, bueno. ¡No hay presión, eh!
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Astor nació aquí, pero él dice que es de Rosario, está convencido.
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Una maravilla, la pelotita es el mejor amor que puede tener.
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Y sí, duerme con ella.
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Maravilloso.
Vuelvo a casa caminando, me duele todo, siento que el gemelo derecho se me va a desgarrar, el dolor en la ingle se incrementa a cada paso, creo que se me levantaron las uñas otra vez, llueve a cántaros en Manhattan y los turistas hacen cara de culo. Mi cara refleja dolor, pero también dibuja una sonrisa sutil. Así se siente la felicidad.