Edson David
Rodríguez Uribe
Media vida
Hoy me abraza una idea que no sé cómo escribir. Llevo muchos años huyéndole a este texto y creo que ya es necesario escribirlo.
Hay que celebrar la vida, sin duda, vivimos en un mundo con tantas maravillas por ver y tantas cosas lindas por experimentar. En cada rincón del mundo hay un paisaje que nos deja sin aliento, un fenómeno natural que nos obliga a observar sin prisa.
Hay gente tan hermosa como mi madre y tu abuela, hombres espectaculares que dan la vida por sus hijos; y hay amantes capaces de atravesar el mundo por un beso.
Hay animales, plantas, ríos y mares, hermosos atardeceres, la brisa y el canto de los pájaros. Hay tanto para agradecer y celebrar.
Hoy quiero agradecer la vida de los muertos, qué cosa tan extraña. Todos los muertos siguen viviendo en nosotros, en nuestra memoria, en nuestros hábitos más simples; nos sacan sonrisas cuando menos lo esperamos, y una que otra lágrima también.
Se cumplen 20 años desde que empecé a vivir con mi hermano muerto. Se llama Samuel, se los presento. Pude sentir sus movimientos antes de que naciera, pude ver su cuerpo cuando ya no estaba en el vientre de mi madre, pero estaba frío; puse mi dedo índice entre sus deditos inmóviles, pero su mano no apretó la mía.
La única vez que vi su nombre escrito, fue en una etiqueta blanca unida a su cuerpo: Samuel Rodríguez Uribe.
Dado que no puedo agradecer por su vida, conmemoro su muerte. Todo cambió para mí en ese momento: abandoné para siempre la creencia en seres superiores, de hecho, durante años dediqué mis esfuerzos a convencer a mis conocidos de la farsa que representaban las cosmovisiones y lo ridículos que se veían adorando amigos imaginarios.
Hasta que mi madre, una mujer sabia y hermosa, me dio la razón más poderosa para respetar las creencias de los demás: “Yo creo en Dios y creo que, si soy una buena mujer en esta vida, podré ver a mi hijo y compartir la eternidad con él”.
Para mí, empezó un camino muy largo de esfuerzo diario, de remar contracorriente, de muchos rechazos, de muchos fracasos, de innumerables puertas cerradas. Y no digo que antes no hubiera sido así, para ese momento ya había fracasado en mi primera profesión, pero ahora sentía la responsabilidad de hacer por mí lo que ningún ser superior iba a hacer, estaba solo.
Algunos años después, alguien me dijo: “es que para usted todo ha sido fácil”. Me tomó muchos años saber si eso era verdad o no. Y tenía razón en algo, siempre he tenido el apoyo incondicional de mis padres, aún cuando a veces no están de acuerdo con mis decisiones (como la de dejarlos sin nietos), siempre han puesto empeño en mis proyectos, me han acompañado en las madrugadas eternas, en las largas noches de trabajo, en la austeridad y… en la austeridad, porque nunca nos ha sobrado nada.
Si esa persona se refería a eso, sí, siempre me ha tocado fácil porque siempre he tenido el apoyo de mis padres. Pero si se refería a que he logrado sin esfuerzo lo poco que he logrado, no, no tenía razón.
Sin embargo, no he estado solo, al apoyo de mis padres, siempre se sumó la presencia de Samuel. Samy ha vivido conmigo durante veinte años, la mitad de mi vida; lo llevo en la memoria, en la piel, en la sonrisa, en la alegría.
Celebro su existencia, aunque pocos podamos verla y sentirla. Agradezco el impulso, la fuerza extra que me ha dado en los momentos más difíciles. Le agradezco por recordarme que yo estoy viviendo con él, por él, para él; y que él acompañará a mis padres cuando llegue el momento.
Me encantaría celebrar su vida, sus veinte años de vida, pero no está; así que le agradezco que me acompañe todos los días, que me cuente chistes tontos y que se disfrute cada una de mis locuras.
Veinte años con él y sin él. Veinte años recibiendo fuerza extra y pensando ¿cómo sería mi vida si él estuviera aquí? Me cuesta mucho imaginarlo; eso sí, sería un tipo feliz, de eso no tengo duda.
Gracias, mi hermano. Gracias por acompañarnos, gracias por la promesa de un más allá.
Y yo, que renuncié radicalmente a la fe en una vida eterna, ahora tengo todo que ganar: si muero y no hay nada más que oscuridad y silencio del otro lado, podré descansar cuando llegue el momento (y espero que falten muchas décadas aún); y si, para mi sorpresa, hay luz al final del túnel y me recibe un viejo de barba blanca, le diré “usted y yo tenemos mucho de qué hablar; pero primero, tengo pendiente un abrazo eterno, ya vengo”.