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Escribir viajar amar

Cada vez que hacemos una de estas tres cosas, las estamos haciendo todas. 

 

Escribir nos obliga a viajar en el tiempo y en la imaginación, hasta momentos que transformaron nuestras vidas: sutiles brisas cálidas en medio de inviernos inclementes. 

Viajar nos obliga a leer el funcionamiento del mundo que caminamos: leemos sus lógicas y escribimos con nuestros pasos. Y es imposible volver a casa sin habernos enamorado perdidamente de algún atardecer, algún sabor o algún ritmo. 

Y amar es tatuarnos para siempre la sonrisa de esa persona, recordar su voz cuando estás lejos, y añorar un abrazo lento y caluroso. Amar es aprovechar cada instante de soledad para jugar en los laberintos de la memoria, y perderse intencionalmente en el recuerdo de algún día perfecto.
 

Escribir, viajar y amar son formas de dar; oportunidades para dar. Son muestras de confianza en el mundo; son maneras de volver a nacer:

La primera palabra en una hoja en blanco;
El primer paso en una nueva ciudad.
El primer beso a esa persona que te deslumbra. 

Son partos, lentos, llenos de emoción por lo que vendrá, inundados de miedo por los peligros que implica empezar algo sin saber cómo va a terminar.

Escribir es más grande que el texto escrito. 

Viajar es más grande que el viaje concluido. 

Amar es más grande que el amor experimentado. 

No por terminarse dejan de ser parte de nosotros. Seguirán ahí, caminarán a nuestro lado y hasta determinarán nuestras futuras decisiones: somos los libros que hemos leído y escrito, los viajes que hemos hecho y soñado, los amores que hemos vivido y los que aún no llegan.

Hoy estoy lejos, es la una de la mañana; estoy en la mitad del mundo, a 800 km de la gente que amo, y solo me viene a la mente escribir lo que me llena el corazón: tu recuerdo.

Hay detalles que recuerdo como si los estuviera viviendo, y otros que se han desvanecido lentamente. Tu sonrisa la recuerdo, y tus carcajadas estruendosas también, desde el primer día. El ritmo de tu cadera como péndulo nuevo todavía me hace mover la cabeza. Y la picardía de tu mirada siempre me encantó: una niña de fuego que sabía muy bien cuánto poder tenía.


Salías a mitad de clase, todas las clases, y volvías con chocolates y una sonrisa con la que confesabas tu adicción, y la vez te disculpabas un poco por salir todos los días. 

No tardé mucho en reaccionar "tráeme un dulce a mí también". Sonreíste al salir; al entrar, pusiste una burbuja sobre el escritorio, sonreíste una vez más y caminaste despacito entre las sillas, alejándote. El tic tac de tus caderas marcó sin prisa el instante más largo de mi vida: te miré mientras me sonreías, pero cuando giraste, sentí encima mío la mirada de todo el curso, y bajé la cabeza de inmediato, seguí escribiendo (haciendo que escribía), mientras veía tu sombra alejarse. Levantar la mirada y disfrutar el tum tum de tu trasero habría sido igual a escribir "te deseo" en el tablero. Me diste un espectáculo privado, pero sabías que no podía disfrutarlo, y eso te encantaba.


Creí que ése era el nivel más alto de la tortura, hasta que llegaste a tu puesto, le diste un dulce a tu compañero, y te dedicaste a jugar con él durante toda la clase. Odié ser el profesor; envidié a tu amigo todo el semestre. Luego de unos meses, descubrí que la envidia era mutua.
 

Pasaste un semestre entrenándome para la prueba mayor: durante el evento final del curso, con otros profesores en el lugar y estudiantes de cursos diferentes, yo era el moderador de un encuentro académico, justo en el cambio de expositores, hay un par de minutos de libertad para que el auditorio entre o salga. Estábamos a punto de empezar una nueva presentación, y vi tu silueta a través de los vidrios del aula. Por primera vez, rogué que no lo fueras a hacer.

Esta vez caminaste más despacio que de costumbre, o tal vez yo viví todo en cámara lenta;  al entrar, tu sonrisa me encegueció como un haz inesperado; quedé automáticamente hipnotizado, caminaste directo hacia mí, frente al auditorio, todos hicieron silencio, juro que el viento mismo se detuvo a escuchar tus pasos; llegaste, y pusiste una burbuja de chocolate en mi mesa, dejaste salir una risita coqueta, sutil; yo perdí por completo el sentido de la realidad; giraste y tus nalgas imantadas secuestraron mi mirada, traté de liberarme con toda mi fuerza pero fue imposible; el lugar de llenó de murmullos y risas solapadas; luego de que te perdí de vista, necesité algunos segundos más para volver a pensar, seguramente algún profesor se habrá aclarado la garganta sonoramente para recordarme mi papel en el evento.


Picardía es tu nombre, debilidad el mío. El simple recuerdo me sonroja. Aún hay profesores que se ríen de mí por ese día, aún me preguntan por ti.


La memoria fermenta el sabor de los recuerdos; el deseo de volver a vivir, los decora.
 

Tengo un nudo en la garganta: lloro a ratos, sonrío a ratos. Viajar es como quitarse la piel: expones todas tus fibras, te conectas con lo que ves, sientes y recuerdas. Cada paisaje te evoca un recuerdo o una persona. La soledad hace que guardes silencio, las voces en tu cabeza aumentan y cada detalle tiene mucho significado.
 

Hoy entiendo que escribo para inmortalizar mis viajes y mis amores. Amo a mi familia, a mis amigos, y a las pocas personas que han logrado alimentar mi corazón. Viajo para tener algo qué contar, para sanar mis heridas y, a veces, para abrir una nueva. 

Escribir es el rito que me permite pasar de un momento importante a otro, de un viaje a otro, de un gran amor a otro: la primera palabra en la hoja en blanco viene cargada de las experiencias, aprendizajes y cicatrices del pasado. Tal vez por eso, cada vez escribo menos: mi cuerpo tatuado y mi alma cicatrizada me han hecho selectivo, me han enseñado a esperar, a dar sin exigir nada a cambio, a disfrutar cada suspiro, cada palabra, cada momento.


Te podrá parecer que doy sin medida, pero te puedo asegurar que en más de tres décadas de vida, puedo contar con una sola mano las personas con las que me he comportado así, y sobran dedos. 

No te voy a decir que te amo, pero sí que amo que existas y que me prestes tu recuerdo para que me acompañe en mis viajes, y tu risa para convertirla en textos. Los mensajes que me hacen sonreír mientras estoy lejos; y los audios con los que siempre cierro los ojos para sentir que me susurras al oído; y los momentos, más que nada amo los momentos que me llenan el corazón: como aquel día en el que te levantaste de la silla, caminaste despacio alrededor de la piscina, exagerando el TIC TAC de tu cadera y el tum tum de tu trasero, consciente de que por primera vez, tenía permiso para disfrutar el espectáculo.

Y al llegar a la puerta, me miraste de reojo y sonreíste sutilmente. Supe de inmediato, que un nuevo texto estaba a punto de nacer.
 

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