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Te traje una bobadita
 

No vayan a creer que viajo mucho porque tengo mucho dinero, no es así. Viajo mucho por dos razones: la primera es que tengo suerte y siempre pasa algo extraordinario que me lleva a viajar, aunque no tenga dinero; la segunda es que soy profundamente irresponsable y no pienso en el futuro. Así que viajo, aunque cualquier proyección económica básica me diga que no es la mejor decisión.

 

El lío es que, cuando ya estoy viajando, mi realidad se altera completamente, me creo el hijo de un jeque árabe y empiezo a visitar museos, estadios, catedrales, voy a conciertos, pago recorridos en barco y me siento a cenar en restaurantes de película. Ahí sí que mi economía se va al carajo, porque yo estoy tranquilito pagando en euros mientras que en mi cuenta me restan en pesos.

 

Y luego vienen los regalitos. Antes de viajar, me aseguro de decirle a todo el mundo que “yo no le voy a llevar nada a nadie. No sólo porque no quiero, sino porque no llevo maleta de bodega y no pienso pagar equipaje extra para traerles un imán para su nevera”.

 

Y lo digo en serio, mi primera intención es ir y volver, y no comprar ni un llavero. Pero, tan pronto llego a algún lugar, pasan varias cosas a la vez. La primera es que me emociono mucho al ver alguna construcción de hace mil años, o ver algún sitio sobre el que he leído mucho, o simplemente me encuentro con algo que me cuesta creer.

 

A veces salto de la emoción, a veces lloro desconsolado, a veces me quedo tan quieto que parece que me hubiera congelado de repente. Cuando fui a Italia, lloré frente al San Siro, el estadio de Milán; me quedé sin palabras frente a la Fontana di Trevi y me congelé de asombro frente al Altar de la Patria. Simplemente no lo podía creer.

 

En esta oportunidad, salté de emoción frente al Museo de Louvre, y eso que no entré, ya lo haré en una próxima visita; me congelé frente a la Catedral de Santiago de Compostela y lloré como un bebé frente al Pont de Gard, como si mi sueño de conocer el imperio romano se hubiera hecho realidad, más allí que en el Coliseo, algo difícil de explicar.

 

La segunda cosa que pasa es que todas las personas en mi vida toman un lugar. Esto es muy difícil de explicar. Mi madre me contaba que cuando estaba en el colegio, tenía un profesor que agarraba todos los exámenes y los tiraba para arriba. Mientras estaban en el aire, decía “los que caigan en la mesa tienen cinco y los que caigan en el piso tienen cero”.

 

Bueno, pues algo así les hacen los viajes a las personas en mi vida. Las tiran a todas para arriba y las que caigan en mi mente mientras viajo tienen cinco y las otras tienen cero. Y no es algo tan drástico, pero sí pasa que pienso constantemente en algunas personas, y otras se quedan en el fondo de mi memoria hasta que las vuelvo a ver.

 

Yo no sé si eso tenga algo que ver con querer a los demás. No sé si quiero a los que pienso y a los otros no. Yo creo que tiene que ver con “quien está presente” mientras viajo. “Quién me acompaña”, “en quién pienso cada noche”, “a quién le aviso que ya aterricé”, “a quién quisiera tener junto a mí en el viaje” o, en su defecto, “a quién le quiero llevar un recuerdito”.

 

Un recuerdito. Nunca había pensado en esa expresión. Es una vaina tan simple como poderosa, porque no tiene nada que ver con el lugar al que viajas, puedes estar a cinco minutos de casa, pero te acuerdas de alguien, alguien que llevas en el corazón, y entonces sientes la necesidad de ponerle un pin a ese momento y a ese lugar. Algo tan simple como decir “justamente aquí y ahora me acordé de ti. Entonces decidí comprarte un dulce, un llavero, un imán, o una camiseta”.

 

Es hermoso “el recuerdito”, “la bobadita con cariño” porque, aunque sea una piedra, significa: “quisiera que estuvieras aquí conmigo en este momento. Quisiera que vieras esto que yo estoy viendo porque sé que te emocionaría mucho. No te puedo teletransportar, pero te puedo llevar un pedacito de este lugar, cargado con mi ilusión de tenerte aquí. Sólo para que sepas que te pensé mientras estaba lejos”.

 

Y ese gesto tan simple y tan bello, también tiene lados muy oscuros. Soy un esclavo de las redes sociales, publico hasta el plato que me estoy comiendo. Y mucha gente linda se emociona por mí y me saluda cuando viajo. No me saludan cuando estoy cerca, jamás me invitan un café o me preguntan si estoy bien, sólo me saludan cuando me ven payaseando en algún lugar extraño. Y yo no sé cómo interpretar eso. ¿Será que se acuerdan de que existo sólo cuando estoy lejos? Lo que no está mal, solo me parece raro.

 

Y más raro me siento cuando alguien me dice “me trae algo”. No es que no los quiera, los quiero mucho, a algunas personas las quiero mucho mucho, pero no se me pasa por la cabeza llevarles nada nada. Y cuando hay algo que me conecta de forma especial con alguien de quien no soy tan cercano, ahí sí me nace llevarle algo. Tengo un amigo geólogo al que quiero mucho, jugamos fútbol juntos, pero no hablamos jamás. Sólo hablamos cuando jugamos fútbol y cuando yo estoy lejos y pienso “Oh, aquí hay un fósil, una roca o algo raro que le puede interesar a Nico, se lo voy a llevar”. Pero, a veces, no se me ocurre qué le puedo llevar a mi padre que lo adoro con todo mi ser.

 

Y mi madre, a la que le llevo la mitad de mi maleta porque es mi adoración, siempre me dice “acuérdate de que a tu tía le encanta la historia, tráele algo bonito. Y no te olvides de tus sobrinos”. Y quiero a mi tía con mi corazón y adoro a mis sobrinos, pero no me acuerdo de ellos de manera espontánea. Y si no le llevo algo a alguien que se ha portado muy bien conmigo, voy a parecer un ingrato terrible.

 

Una amiga me pidió que le enviara una postal. Nunca lo había hecho y me pareció algo hermoso. Me dio mucha emoción cuando ella la recibió en otro continente. Sentí tanta felicidad que ahora tengo veinte postales más por escribir y enviar. Y como las que envié a Colombia todavía no llegan, no sé si confiar en el universo y mandar estas que me faltan, o ir yo mismo a entregarlas, que sería un poco raro, pero lindo, también.

 

Amo con mi corazón comprar regalitos para la gente que quiero. Si no le compro algo a alguien, no significa que no lo quiera, sólo significa que el terremoto emocional que significó el viaje reubicó a la gente, y tengo a unos más presentes que a otros.

 

Siento mucha emoción de ese momento en el que pongo el regalo en las manos de las personas. Me da mucha alegría ver su emoción, aunque no les guste el regalo. Pienso en que esa “bobadita” es un punto en el tiempo y en el espacio en el que te recordé. Y necesitaba hacértelo saber. Y la bobadita puede perderse o dañarse, pero el gesto de recordarte será eterno.

 

Para mí, viajar es una actividad muy solitaria. A mí me ayuda mucho a poner en orden mis emociones; aunque primero me las revuelve un montón. Sin darme cuenta, empiezo a pensar mucho en la gente que quiero. Con quién me gustaría estar compartiendo el viaje. De quién me acuerdo en cada lugar. Justo hoy le preguntaba a Azucena “si pudieras teletransportarte, ¿a dónde te gustaría estar en este preciso momento?”. Y la pregunta esconde un “y con quien”. De hecho, otra forma de la misma pregunta sería “si pudieras teletransportar a alguien y traerlo aquí justo ahora ¿a quién traerías?”. Creo que eso está detrás de cada regalo.

 

Perdóname si te escribo cada cinco minutos, perdóname si te mando mil fotos antes de que te despiertes, perdóname si te lleno la nevera de imanes y el estudio de rompecabezas.

 

Es sólo que me gustaría que estuvieras aquí. Y como sé que eso no es posible, decido comprar mil cosas, una cada vez que pienso en ti, para poder llegar a Bogotá y decirte “te traje una bobadita”.

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