
Edson David
Rodríguez Uribe
La lengua de Proteo
En la mitología griega, Proteo fue el antiguo dios del mar, hijo de Poseidón y Fenice. Tenía el don oracular: podía ver el futuro de sus captores, así que los reyes lo buscaban para conocer su destino y tener ventaja en la guerra. Menelao lo capturó para saber cómo podía volver a casa, luego de la Guerra de Troya.
Sin embargo, capturarlo no era una tarea fácil, ya que Proteo podía cambiar de forma a placer para escapar. Unas veces era un fiero león, otras, una escurridiza serpiente y, otras, un ave veloz. Cuando se veía acorralado, no dudaba en convertirse en fuego, agua o viento. Así que la tarea de atraparlo fue casi imposible, excepto para un par de tenaces cazadores.
Una vez capturado, volvía a su forma humana y, con resignación, respondía las preguntas sobre el destino. Luego, regresaba a su apacible tarea de pastor y guardián de focas que le había encomendado su padre, Poseidón.
De allí que todo aquello que cambia de forma para huir a sus captores reciba el adjetivo de proteico. En su mayoría, las lenguas lo son, pero los reyes se han dado mañas para capturarlas, enjaularlas y limitarlas. Hasta convertirlas en sus esclavas, en sus armas invisibles para limpiar, fijar y dar esplendor a sus reinos inmortales.
Las lenguas coloniales viven en jaulas hermosas, hechas de diccionarios y gramáticas, lexicones y ortologías. Los límites de sus celdas se mueven cada día, para dar la sensación de libertad, adaptabilidad y actualidad, pero no hay verbo que surque el aire sin el juicio silencioso de su majestad.
Y ellas, las lenguas coloniales, se han convertido en el lobo cazador de las lenguas minorizadas, esas que se agrupan por la alteridad, por no nacer en bocas o manos blancas y por huir despavoridas como huye Proteo cuando lo quieren atrapar: cambiando de forma de acuerdo a la necesidad.
La Lengua de Señas Colombiana es una de las setenta lenguas sobrevivientes en el país, ha tomado muchas formas y cada vez tiene menos posibilidades de escapar a sus captores.
Asumo que la primera vez que dos sordos movieron las manos y dibujaron en el aire la LSC, fue el 20 de julio de 1810 cuando se dio el “grito de independencia” (me lo imagino con las manos muy abiertas); o el 17 de diciembre de 1819, cuando se proclamó la creación de la República de Colombia (la Gran Colombia).
Y no es que antes no hubiera habido sordos, ni que no se comunicaran, sino que para que se denominara LSC tenía que existir Colombia como punto de referencia.
Me encantaría tener una máquina del tiempo para poder observar, con ojos de hoy, lo que pasaba en cada momento histórico, porque le creo poco a los textos románticos que simplifican la historia y nos la venden como un cuento lineal y armónico.
La proteica lengua de señas primero fue blanda y maleable. Se usó para establecer diferencias entre los unos y los otros, apuntando al oído y a la boca. “¿Quién soy yo? Y ¿cómo es el mundo que me rodea?” Me encantaría ver las formas que tomó la lengua en cada momento de la historia para construir relatos de identidad, cosmovisiones, vínculos sociales y comunidades enteras.
Esa lengua gelatinosa y suave se ha prestado para decir “yo soy”, “nosotros somos” y establecer una infinidad de diferencias con los otros, los que tienen lenguas que viajan por el viento sin importar si la noche está cerrada y no se ve nada. A nuestro favor, nuestra lengua llega hasta donde llega la vista, dibujamos significados en el aire y hacemos bailar la realidad con movimientos vivos.
Esa lengua que sirvió de herramienta para crear y comunicar eso que somos, se convirtió en nuestro bien más preciado, en nuestro patrimonio, en nuestra propiedad. La creamos y nos creó. No existe sin nosotros ni nosotros sin ella. Ha sido heredada, protegida del viento y de las leyes, resguardada de los lobos cazadores que traen constituciones y biblias a cambio de nuestra rendición.
La lengua como patrimonio es la forma más tangible de los que somos; la lengua como propiedad es el baúl y el tesoro, la forma y el fondo de lo que nos hace diferentes. Y si alguien que no es parte de nosotros quiere apropiársela, lo condenaremos al ostracismo, lo expulsaremos de nuestro reino. Nadie puede apropiarse de nuestra lengua porque nadie puede apropiarse de nuestra cultura. Sólo nosotros la transformamos, sólo nosotros la enseñamos.
La primera forma de la LSC es la forma de la identidad: los hilos con los que se teje el ser, el yo, el nosotros. Y una vez que existimos, la lengua misma se convierte en nuestro tesoro.
La segunda forma de la lengua aparece cuando los otros quieren aprenderla. Los que escuchan, los que hablan. Cuando ellos quieren aprender nuestra lengua, su consistencia blanda se solidifica, se calcifica y se fosiliza. Nadie además de nosotros puede transformarla. Y sólo nosotros podemos transmitirla.
Aceptamos que los oyentes la usen porque nos sirve de puente con el mundo de los sonidos. Pero la función de estos aliados es limitada, invisible y respetuosa. No deben opinar sobre nuestra lengua, no deben enseñarla, ni llamarse a sí mismos parte de La Comunidad.
Sólo nosotros nos podemos beneficiar de la transacción económica inherente a su enseñanza, porque es nuestra lengua natural, nosotros la creamos y nadie más tiene el conocimiento suficiente sobre lo que es nuestro.
No vamos a tu casa a vender tus pertenencias. Así que nadie puede venir a la nuestra a lucrarse con nuestra lengua. Y es cierto que hay mil formas de enseñar y que los oyentes han explorado estrategias durante décadas. Pero nosotros también, es sólo que su ciencia moderna nos obliga a comunicarnos en su lengua, a investigar y publicar en su lengua. Y eso es una injusticia. No pueden decir que no sabemos, sólo porque no podemos comunicar lo que sabemos en sus revistas académicas.
Nuestra lengua, nuestra identidad, nuestro tesoro, nuestras estrategias, nuestro beneficio.
Todo aquel que ose cruzar las fronteras de nuestro reino será decapitado social y laboralmente.
La lengua pasa de ser maleable a rígida, de dibujar la identidad a ser un producto de mercado que se vende con condiciones específicas. Y tiene, también, una tercera forma: un arma.
Luego de definir quiénes son los sordos, define quiénes no lo son. No desde un punto de vista fisiológico, sino social. Sólo son parte de La Comunidad Sorda los sordos que usen la LSC y que se identifiquen con las formas en que la comunidad entiende el mundo.
-
Los intérpretes no son parte de La Comunidad Sorda aunque usen la LSC todos los días.
-
Los oyentes hijos de sordos que tuvieron la LSC como su primera lengua no son parte de La Comunidad Sorda aunque su identidad esté formada en LSC como la nuestra.
-
Los sordos que no aprendieron la LSC no son parte de La Comunidad Sorda, ya sea porque decidieron implantarse o porque no tuvieron la suerte de crecer con otros sordos.
-
Los sordos que nacieron oyentes y se fueron quedando sordos no son parte de La Comunidad Sorda porque no dieron nuestras luchas, no sufrieron nuestras exclusiones y porque en su cerebro sigue habitando el sonido.
Esta lengua proteica toma forma de arma, de puerta bien cerrada que deja a unos adentro y a otros afuera. De la maleabilidad absoluta a la solidez de una fortaleza. La lengua como muralla permite el control social al definir quién es de los míos y quién no. La lengua como objeto que se vende me permite decir quién tiene derecho de beneficiarse económicamente y quién no. La lengua como materia prima de la identidad me permite formar comunidad, y las comunidades tiene fuerza política.
Así, la LSC (y sospecho que pasa igual con las “lenguas indígenas”) desarrolla tensiones centrípetas que mantienen a una comunidad unidad y cohesionada; y tensiones centrífugas que expulsan a quienes quieren acercarse, pero no cumplen con los requisitos mínimos.
Y estas lenguas minorizadas, aparentemente carentes de poder, no hacen nada por sí solas; son artefactos útiles para que grupos pequeños de personas, muy bien elegidas, tomen decisiones sobre la identidad, sobre el producto y sobre la muralla; porque las lenguas no existen en la realidad material, existen repertorios lingüísticos infinitos en nuestro universo simbólico, y son los hablantes y señantes los que dibujan las fronteras: hasta aquí la lengua estándar, la correcta, la que usamos las personas de bien; y de aquí para allá, los dialectos hablados por los ciudadanos de segunda clase, las lenguas de frontera como el portuñol y esos sonidos ininteligibles que producen los pueblos bárbaros y las naciones de peregrinas lenguas.
Y así, lentamente, las lenguas minorizadas por el español y por otras lenguas coloniales, se van convirtiendo, a su vez, en pequeños lobos enjaulados entre diccionarios, gramáticas, lexicones y ortologías. Se van convirtiendo en artefactos de control social y político que determinan quién tiene voz y voto en la discusión por el bienestar social de las comunidades. Y su objetivo no será más la inclusión sino la exclusión: ya no importará si te puedes comunicar con tu igual, importará de qué lado de la frontera lingüística estás y qué tan bien sabes hacer las venias al rey de turno.


